Raphael a todos nos gusta y a todos nos ha representado en un momento u otro. Primero con los pastorcillos, con la corbatita y el traje fit-slim, y luego con Bunbury.
El niño del coro de Linares, sí, que fue algo así como el yerno perfecto durante muchas décadas y muchos Hola. Así lo vemos en las películas que nos pone Cerezo en la media tarde y así fue pasando la Historia de España con su música, de Navidad en Navidad, del Single al Pimpi Florida, de generación en generación. Un clásico vivo de los que hacen llorar a mi compañero de piso, septuagenario y de buen ver entre magdlenas proustianas y colacaos apócrifos.
Comprende uno que haya ganas de ver a Raphael, claro, pero lo del concierto en el Palacio de los Deportes es para que España se lo haga mirar hasta en las habitaciones últimas de su sangre, que diría Lorca. Dicho todo esto desde el respeto (nobleza obliga), sucede que mientras los estadios están vacíos y la hostelería muere sin remedio, aquí se vinieron los raphaelistas a su gran noche.
Si me hicieran la pregunta que a Simón en las vísperas del 8-M, diría que ni mi hijo ni mi bisnieto se iban a meter en el WiZink Center ni aunque tocaran, qué sé yo, Julio Iglesias, el propio Raphael, Sabina, los Rollings y Juan Pardo.
Porque una cosa es terracear con distancia y cubatas, y otra meterse en el concierto de Año Viejo, que daba miedo de verlo de la gente que había. Ya lo decía el Dúo Sacapuntas: la plaza estaba abarrotá... y en plena pandemia.
Raphael es la metáfora de la tercera España de Lizardo y Chaves Nogales, y la criatura, con esa sonrisa de niño en la novena niñez, necesita del público como yo necesito de lectoras rubias y donostiarras. El problema está en que nadie ha interiorizado que vivimos otro tiempo, que en el fervor de la gran noche, repito, la mascarilla era un simple trapo sudado/sudario.
Que para ir a casa haga falta una suerte de ensalada burocrática y para pegar berridos frente a Raphael -por muy Raphael que sea- sirva un termómetro de los chinos en la puerta es un agravio comparativo. El de las dos Españas, sin duda.
Quiera el Rey de los pastorcillos que no pase nada, que un milagro de Navidad pasara por el Palacio de los Deportes y que a Raphael, ídolo de todos, no le caiga esa fama de pandémic@ que arrastran Irene Montero, Calvo, y los de la cosa de coalición/ropopompón.
PS: Comprendo que contra las vocaciones fuertes no hay nada que hacer. Quizá ir a ver a Raphael de forma intergeneracional, viejos y viejóvenes y grupos de riesgo y hasta un primo de Graná, sea lo que Sánchez llama la moral de victoria.