Fina el infausto año 2020 y comienza el siguiente de 2021 con un duelo en el corazón de España: el kilómetro cero, que mal que pese a alguno está donde está por mor de la geografía.
Como nos cuenta Andrés Trapiello en su memorable Madrid, fue esa la razón más plausible que llevó a Felipe II fijar a la orilla del Manzanares la capital del reino. A un lado del ring, la fachada iluminada en rojo y amarillo de la antigua Casa de Correos, durante algún tiempo sede del Gobierno, luego de la Gobernación, más tarde de aquella Seguridad de oscura memoria y ahora de la presidencia de la Comunidad de Madrid. En el lado opuesto, la azotea de uno de los edificios de enfrente, la balaustrada que la remata y, encima de ella, una aparatosa decoración floral.
Este pulso, entre la bandera y las flores, se erige en símbolo inquietante de la sociedad en la que vivimos y en presagio nada favorable de su futuro. Quien proyecta esa bandera descomunal sobre el edificio que todas las nocheviejas se asoma al televisor de una mayoría de los españoles no lo hace, precisamente, con la intención de lanzarles una señal de integración y unidad; más bien parece, al contrario, que el propósito es convertirla en arma arrojadiza, pensando más en desafiar a aquellos ciudadanos a los que incomoda su exhibición ostentosa que confortar a esos otros que no tienen frente a ella un sentimiento de rechazo.
No lo mejora quien desde una televisión pública –y no una cualquiera, sino la que pertenece a todos los españoles– da en responder al desafío sepultando bajo un arreglo floral el edificio emblemático, con el afán notorio de que los colores de la enseña nacional resulten invisibilizados en la retransmisión que de las doce campanadas se hace desde la azotea.
Aparte de lo ofensivo que puede justificadamente resultar a muchos el hecho de que se oculten los colores de la bandera como algo vergonzante, se trata de un acto de censura y escamoteo de la realidad. Guste o no, el reloj no está suspendido en el aire de la noche, sino bien asentado sobre un edificio que por decisión de la autoridad que lo administra luce esos colores. Y, dicho sea esto de paso, no es la primera autoridad que tiñe de colores fachadas oficiales.
Es bien triste, incluso desgraciado, que la bandera de todos, elegida como tal de forma democrática y tratando de superar una historia que es problemática, como la de cualquier sociedad, sea malquerida por un trozo no pequeño de aquellos a los que debería reunir; pero no es menos penoso, ni del todo ajeno a la desgracia anterior, que haya entre nosotros quien la exhibe ante sus compatriotas como quien levantara el águila de Roma contra una formación de bárbaros.
La idea debería ser que la enseña terminara siendo, si no idolatrada, sí razonablemente aceptada por todos, y su transformación en símbolo partidista ayuda poco a ese objetivo. Que la respuesta a esa apropiación consista en taparla es una dejación que sólo hace más honda la zanja.
Así empezamos 2021, II Año Pandémico, renovando desde el primer instante nuestros votos de no soportarnos. Es desolador que muchos no encuentren otro remedio al escepticismo y la desafección de algunos que tratar de reducirlos a la adhesión; pero es igualmente desesperante que otros no encuentren más forma de abrir caminos que plegarse al desprecio para contentar al que lo practica, estrategia que jamás ha dado otro resultado que darle alas al desprecio hasta convertirlo en arrogancia.
Con estos mimbres, parece no tener mucho sentido pensar en ese cesto que los europeos van a financiarnos con 140.000 millones de euros. Pelea por el reparto, primero, y luego cada cual a gastar su trozo para gratificar a su parroquia. Entre esa bandera y esas flores, todo invita a augurar un nuevo churro