El panorama después del nevazo es el mismo que antes de que los primeros copos vinieran a alterar la vida cotidiana, y distópica, que ya vivíamos. Uno, frente a su balcón del semisótano, silbaba, comía pipas, pensaba en España y esperaba que pasara Julie Christie u Omar Sharif en un tranvía moscovita. Pero nada de eso pasó, sino que ni siquiera con la nevada hemos sido capaces de darnos una tregua en el deporte nacional de apuñalarnos. Políticos agachados buscando el manual de instrucciones de una pala, permafrost en Madrid y un camión de la UME, al lado de casa, para velar nuestros sueños y protegernos del meteoro.
Uno lleva el cuerpo ya maltrecho del día sábado, sin frío pero con golpazos, y el alma medio acatarrada. Me descoyunté con razón para que la crónica tuviera ese sabor infantil del que aparca un momento la pandemia, los populismos destructores, y es capaz de disfrutar con sus iguales de los caprichos de la atmósfera.
Cerró la hostelería y no pillé los periódicos del sábado, pero es que tanto análisis del golpe de Trump ya me satura. Una alegría tierna y blanca, como una novia juanramoniana, después de tanto infierno. Y lo peor es la vuelta a la normalidad son las caritas de circunstancias de Illa, las sobradas de Pablo Echenique o los tuits mal escritos y peor pensados de James Rhodes, que amigos que saben que me hierve la sangre suelen pasarme en días alternos.
Ahora dicen que viene lo peor. Unos días de glaciación que afrontaremos con valor, mantas de Zamora, tranquilidad y buenos alimentos. De los posibles sabañones, Podemos, en su línea, culpará a las bases generadoras de riqueza y el voxero clamará al cielo que la carreterra estaba sosa, que le faltaba sal. O que no se podía prever que en el centro de España el frío se encontrará con una masa húmeda que subía del Golfo de Cádiz.
En verdad España es hoy nieve sucia, aguachirle que se endurece y un crujir de muertos, de huesos, de caderas. Carámbanos que aciertan en la testuz del español que anda agachado por las circunstancias que todos sabemos. Pero queda el recuerdo de lo blanco como un buen augurio. Conviene aferrarse a ese recuerdo ahora que el día crece y el frío nace de la parte misma de esos sabañones que creímos desterrados cuando se nos decía que de Cádiz al Pirineo vivíamos por encima de nuestras posibilidades.
El Estado de bienestar, lo llamaban. El mismo que un bicho o un copo desmontan como un azucarillo.