Pudimos llegar hasta Covarrubias, sorteando los neveros de la carretera, ahora congelados, que se acumulan hacia los márgenes y en las curvas, sobre todo en el alto de Retuerta. Son poco más de tres kilómetros.
Fuimos a la carnicería, a la panadería y también a la tienda de Emilio, donde nos hicimos con servilletas, sal, detergente y Coca-Cola. Por Burgos también pasó Filomena y, ya con sol, aproveché para tomar algunas fotos de la colegiata, del torreón y del puente nevado sobre el río Arlanza.
Recorrí el paseo empedrado, hoy blanco, que flanquean grandes castaños de indias desde la muralla hasta la casa de doña Sancha. A un lado de la calle, una señora mayor, pertrechada de una fregona y un caldero de agua caliente, se afanaba sobre la nieve de su acera.
A esa misma hora, Twitter discutía sobre la legitimidad de tan prosaico gesto, pero la deliberación no es concluyente: todavía no sé si aquella mujer hacía un servicio a sus vecinos o se esmeraba en la liquidación del Estado.
La posmodernidad es una psicología de lo nuevo, y ex novo todo se discute, y la vida se descubre a cada momento con ojos que estrenamos esta misma mañana. La realidad se desenvuelve al despuntar el día como una sorpresa cotidiana, y a veces qué deslumbrante es, y a veces qué canalla. Esta semana hemos descubierto la nieve: tan vieja como el mundo, tan nueva como el mundo.
Algunos progresistas lo tienen claro: que sólo limpie el Estado. Es tanto como concluir que nada debe mediar entre las instituciones y los individuos: “La sociedad no existe”, que diría Margaret Thatcher. Nunca la izquierda sonó tan neoliberal.
Sin embargo, sólo la gran ciudad, donde nada falta y todo queda cerca, provee las condiciones de posibilidad para estos debates adanistas.
Estos días, en la España rural, los agricultores remolcan con sus tractores a los desventurados que quedaron atrapados con el coche en el hielo, los todoterrenos se convierten en improvisadas ambulancias, los más jóvenes hacen la compra a los mayores, y a nadie se le ha caído un anillo por coger una pala. Simplemente, aquí la gente no se puede permitir quedarse parada hasta que el Estado llegue.
Hay una izquierda que hace no tanto asombró a todos con un contorsionismo circense para hablar de patria sin decir España: “La patria es nuestra gente” nos dijo el vicepresidente Iglesias.
Cuesta entender ahora esta miopía, como la nieve, sobrevenida. Porque detrás de cada palada altruista, de cada empujón que echa a rodar un coche, de cada manta repartida, de cada voluntario, yo solo veo una comunidad de solidaridad.
O sea, la patria, unida y fraterna, siquiera por unos días.