La Navidad sólo es el recuerdo de un turrón menguado, trufado de naranja. Y la nieve, ayer prodigio improbable, codiciado exotismo, luce hoy sucia y amazacotada, y ya no impresiona a ningún niño. Aguardábamos 2021 como el año de la redención y la vuelta a los viejos asuntos, pero enero ha acelerado la demolición de una era sin que se adivine aún el comienzo de la nueva.
Phil Spector ha muerto, viejo, a causa del coronavirus, como mueren por millones los octogenarios de nuestro tiempo. Qué vulgaridad, este final sin estrellas, sin pistolas, sin drogas ni guitarras eléctricas. Qué degradación, la del genio en espectro: esto no hay biografía que lo aguante.
Las estadísticas del lunes habrán caducado hacia el fin de semana. También las declaraciones. Los madrileños deambulan por su ciudad como caminantes blancos al norte del Muro, sin armadura ni yelmo, con gorro de lana y una mascarilla por barbiquejo.
Todo parece mentira. Todo tiene el color de lo que sólo sucede en los sueños y también de lo que sucedió hace mucho tiempo. Es una senectud precoz de las cosas que no trae la familiaridad de lo añejo, sino un extrañamiento como de ficción que escapó de la gran pantalla. La deformación de lo cotidiano en lo grotesco, eso: al cabo, el esperpento.
Envejecen prematuramente las cifras de muertos, los editoriales, los libros pandémicos, los programas electorales, y nosotros envejecemos. Si era una alegría alta vivir en los pronombres, qué calamidad es vivir en los adverbios de tiempo.
La nueva política se peina a la moda y se ensortija las orejas para parecer joven, pero no cuela. Dice Joe Crepúsculo que “los viejos se consuelan dando muchos buenos consejos, porque no pueden dar ningún mal ejemplo”. Pablo Iglesias ya no puede ni dar mal ejemplo: maniatado por Pedro Sánchez, jubilado en Galapagar, consagrado a la seriefilia, no le queda más que dar consejos. Y ni siquiera son buenos.
Ha comparado a los exiliados republicanos que lucharon contra Francisco Franco con el fugado Carles Puigdemont y su gatillazo revolucionario. Nadie nunca se había expresado con tanta crueldad sobre nuestro desdichado siglo XX. Jamás se pronunció contra la izquierda una injuria semejante.
Da igual cuál de los dos bandos inspire nuestras simpatías: la guerra, la represión y la dictadura no pueden compartir renglón histórico con un frívolo cobarde que consume los días en su mansión de Waterloo, donde vive a nuestras expensas. Donde recibe a otros más locos que él como si fuera el líder de una secta, y por las noches se acompaña con la guitarra cantando por John Denver Take Me Home, Country Roads. Pero ya son más de dos años sin que se decida a tomar la carretera de vuelta.
Con Carles Puigdemont, igual que con Pablo Iglesias, sucede eso que explicó tan bien, en otro siglo, Francisco Silvela, cuyas palabras ha recordado Gregorio Luri: “Vosotros podíais ser un peligro cuando representabais una esperanza; pero no sois nada hoy, que representáis un desengaño”.
Cómo resuena aquel XIX en este invierno de 2021, ahora que de la esperanza centelleante se hizo un inmenso desengaño, ahora que el peligro no es más que una fruslería.