Cuando Donald Trump tomó posesión del cargo como 45º presidente de los Estados Unidos, hace ahora cuatro años, lo hizo poniendo de manifiesto (lo que significaba toda una declaración de intenciones) que existía un stablishment (una casta, dicho more podemita) que había gobernado el país completamente de espaldas a los intereses del pueblo americano.
“Hoy no sólo estamos traspasando el poder de un Gobierno a otro ni de un partido a otro, sino que estamos transfiriéndolo de Washington D. C. al pueblo americano” dijo literalmente Donald Trump en su investidura del 20 de enero de 2017. “El stablishment se protegía a sí mismo, pero no a los ciudadanos de nuestro país”.
Y continuó: “Lo que verdaderamente importa no es qué partido controla nuestro Gobierno, sino si la gente controla o no el Gobierno. El 20 de enero de 2017 se recordará como el día en que el pueblo volvió a gobernar este país” sentenciaba ufano, henchido de creerse investido por el aura de la voluntad popular en su integridad.
Las palabras eran clarísimas. Donald Trump se concebía a sí mismo no como un presidente entre otros, sino como la encarnación personal del pueblo americano que, con él (sin duda tocado por la varita mágica del winner emprendedor), accedía a las instituciones democráticas, secuestradas por la “casta” de Washington durante “demasiado tiempo”. Eso dijo literalmente (sin tampoco precisar desde cuándo).
Esto es el populismo, señores. Que algunos, a fuerza de emborronarlo todo para salvar a su secta, prefieren arrojar cortinas de humo sobre ello. “Hugo Chávez no es una persona, Hugo Chávez es un pueblo” decía Hugo Chávez, formulando el mismo principio, el führerprinzip populista, de Donald Trump.
A partir de ahí, su discurso de investidura se limitó a halagar al “pueblo americano” y a mostrarse solícito para atender sus necesidades e intereses cuando, hasta ahora, la “casta” de Washington había estado mirando por los suyos propios (por los de la propia casta), dejando a América y al pueblo americano relegado a un segundo plano. Así que, America First.
Esto significa, claro, que quien no sigue a ese líder, que es la encarnación del pueblo, sencillamente no es “pueblo” y sus intereses son siempre espurios, un obstáculo para lograr que América “vuelva a ser grande otra vez”, de nuevo sin definir a qué momento de esplendor alude.
Una vaguedad esta muy necesaria, desde el punto de vista de la persuasión, para que nadie pueda identificar un momento concreto (con un Gobierno demócrata o republicano) y para que cualquiera pueda así sentirse aludido por él. Es un discurso deíctico, como decía Gustavo Bueno, en el que cualquiera, al escucharlo, enseguida se ve a sí mismo señalado (deixis, señalar con el dedo), aludido, elegido (“yo soy pueblo genuino, y mis intereses son auténticos y no espurios”).
Al margen de las consideraciones que se puedan realizar sobre su administración, Donald Trump asumió el cargo con este aire mesiánico, populista, de tal manera que sus resistencias al dejarlo (sin entrar en si hubo fraude electoral o no, sobre lo que no tengo ni idea) son explicables por el propio enfoque que dio a su investidura cuando lo tomó.
Era al pueblo americano (se supone) al que se le obligaba a dejar las instituciones con Trump para que, de nuevo, el establishment, representado (se supone también) por Joe Biden, volviera a tomar las riendas y desvirtuara la voluntad del pueblo (de nuevo se va a dar preferencia a empresas e intereses extranjeros antes que a los americanos, a los trabajadores extranjeros antes que a los americanos, etcétera).
Primero la casta y después América. Esta es (se supone), según Donald Trump y el trumpismo, la situación a la que se retorna a partir del 20 de enero de 2021, con él fuera de la Casa Blanca.
Así que el asalto al Capitolio, instigado claramente por Donald Trump (“enfilemos la avenida de Pensilvania, vayamos al Capitolio y enviemos un mensaje a los legisladores” dijo en una manifestación de protesta, cercana al Capitolio, el mismo día 6 de enero que se reunía el Congreso para certificar la victoria de Biden), es una consecuencia directa de la propia concepción de su investidura como presidente.
Y el caso es que aquí en España, el voxismo, émulo del trumpismo (euroBuxadé llegó a decir que un verdadero patriota español es partidario de Donald Trump), enseguida acudió de apagafuegos y trató así de no salir salpicado por la caída de Trump, bien ofreciendo una versión que le desvinculara del asalto al Capitolio (así, Macarena Olona), bien para desvincularse de él (así Espinosa de los Monteros, diciendo que no le gustaría tener a Trump “de cuñao”).
Esta es la sucesión de acontecimientos:
1. Elecciones en los Estados Unidos con resultado disputado e incierto, dando por buena finalmente la victoria de Joe Biden.
2. Donald Trump denuncia fraude electoral en los tribunales.
3. Los tribunales no le dan la razón a Donald Trump.
4. En el Capitolio se reúne el Congreso para que certifique la victoria de Joe Biden.
5. Ese mismo día, Donald Trump anima a ir al Congreso, reunido en el Capitolio, para enviar “un mensaje” a los legisladores.
6. Asalto del Capitolio.
7. Trumpistas españoles: “No es lo que parece” (que si la policía estaba en el ajo, que si autogolpe de falsa bandera para acusar a Trump y otro tipo de epiciclos conspiranoicos que buscan liberar a Donald Trump de su responsabilidad en el asalto al Capitolio).
En fin, lo que sea para, ahora, y sin que se note mucho, librarse, o por lo menos tomar distancia, de la trampa del trumpismo, cuya salida nada airosa de la Casa Blanca es un verdadero cepo para Vox.