Mi primer novio me duró buena parte de la adolescencia y la primera juventud: desde los 16 hasta los 24 años. En los comienzos lo creí el hombre de mi vida, el padre de mis hijos y todo eso, pero con el tiempo se hizo evidente que nuestras inquietudes, nuestros intereses y nuestras aspiraciones vitales habrían de llevarnos por caminos diferentes.
Cuando lo dejé me acusó de haber cambiado: “Ya no eres como al principio”. Y tenía toda la razón. A los 24 años no era igual que a los 16, afortunadamente.
Imaginen qué tragedia, la de ir cumpliendo años sin atesorar experiencias y conocimientos que se incorporen a nuestro carácter y a nuestra forma de mirar el mundo. Sin permitir que la realidad lo atraviese a uno. Cómo podrían no haberme cambiado todos los libros, los viajes, los amigos, la enfermedad y la muerte de mi madre, los trabajos, los amores, las crisis, los estudios.
Sin embargo, vivimos en una sociedad que celebra la estasis evolutiva: serán cosas del estancamiento secular. Cuando una nueva esperanza política conquista el mando, sus seguidores se apresuran a rogarle: “Que el poder no te cambie”.
A mí me suena a maldición china, como lo de “que vivas tiempos interesantes”. Si un novato en la gestión es capaz de transitar por las instituciones sin un aprendizaje que lo lleve a matizar ciertas posturas, cambiar de opinión sobre algunas cuestiones o comprender lo equivocado que estaba sobre la complejidad de los asuntos, sólo cabe concluir que tal sujeto ha de ser un incompetente o un fanático. O las dos cosas.
Pablo Iglesias es un buen ejemplo de esta especie de político. No ha cambiado un ápice, salvo de casa. Sostiene las mismas barbaridades hoy, desde la vicepresidencia del Gobierno, que anteayer en la facultad.
Lo que sucede es que ha llegado a ser casta haciendo fortuna con un discurso que maldecía a la casta. Y por el camino ha incurrido, claro, en todas las disonancias cognitivas posibles, aunque sin flaqueza de ánimo: no lo llamemos hipocresía, él cabalga contradicciones.
Así, tiene a Carles Puigdemont por un Antonio Machado, un Juan Negrín o un Chaves Nogales de disminuidos talentos. Ha comprado un medio de comunicación para señalar a periodistas desafectos, y en su dirección ha puesto a una antigua asistente, a la que sustrajo y retuvo una tarjeta de móvil que tiempo después devolvió destrozada. Era por su bien, dijo. Todo el enredo está en los tribunales.
También inventó una acusación de abuso sexual contra un abogado de Podemos para despedirlo: pobre feminismo. La Audiencia Nacional mantiene imputado a su partido por financiación irregular. El grueso de su jornada laboral lo dedica a la intriga, la filtración y la amenaza velada. Y, con todo, tras los aires de villano de serie de Netflix que cultiva se adivina a un pobre pardillo maniatado por Pedro Sánchez, y al que todo esto de gobernar le viene muy grande.
No sé, a estas alturas yo ya sólo pido una cosa a los políticos que vengan después: por favor, que el poder os cambie.