Si hubiera que juzgar al presidente de la II República por sus intenciones, Manuel Azaña formaría parte del extenso nomenclátor del Libro de los Santos; si lo juzgamos por el resultado de su liderazgo político, merece formar parte del numeroso elenco de dirigentes desastrosos de nuestra Historia, como Fernando VII, que también se despidió de esta vida legándonos una guerra civil. Si España sobrevivió a ambos políticos fue por una fortaleza indestructible.
La exposición sobre Azaña en la Biblioteca Nacional, que se puede visitar hasta abril de 2021, es altamente recomendable en lo que se refiere al acopio de objetos, fotos, vídeos y documentos. El mérito de la comisaria de la exposición, Ángeles Egido, es incuestionable. Los que nos ocupamos de estos menesteres sabemos y conocemos la dificultad de reunir un material tan valioso e interesante.
Uno de los objetivos de la exposición es destacar las intenciones, los buenos deseos de Azaña sobre la nueva España democrática con la que soñó el presidente de la República. Pero como señaló François-René de Chateaubriand: “Si nos salimos de los hechos, en política, nos perdemos sin retorno”.
La primera reflexión que hice en mi visita a la exposición de la Biblioteca Nacional fue la presencia, en la inauguración, de S. M. el Rey y la visita, en México, de don Juan Carlos a la viuda de Azaña. Ambos gestos son muestra de un espíritu cristiano del perdón que solicitó Azaña al comprender la deriva fratricida en la que terminó la República, en 1936.
Después del 18 de julio de 1936, con el inicio de una guerra inesperada e indeseada, tanto por los sublevados como por el Gobierno, desapareció cualquier rastro de Constitución, seguridad y libertad en España.
Quien supo ver y comunicar al gobierno de Francia la situación española fue el embajador francés Jean Herbette, que escribió a París el 15 de septiembre de 1936: “Es imposible ignorar que el sistema político en vigor en Madrid ha cesado de ser constitucional. Estamos obligados a ver que el régimen existente en Madrid es una suerte particular de dictadura en donde dos partes, una socialista de izquierda y comunista y otra anarcosindicalista, se disputan, en realidad, el poder”.
Esta opinión, unida a la del embajador inglés, Henry Chilton, fue la base del Pacto de No Intervención de 27 Estados europeos. Pacto que dejaba a la República aislada y dependiente sólo del apoyo de la Rusia soviética y de voluntarios internacionales de izquierdas.
Vayamos a los hechos. Desde un inicio, Azaña no tuvo un concepto inclusivo, de centro y moderado de la República. A diferencia de la III República francesa, respetuosa con los católicos y monárquicos, la Constitución de 1931 era altamente lesiva para los católicos españoles. Que, cuando menos, eran la mitad de los ciudadanos.
Los artículos 26 y 27 de la Constitución prohibían cualquier tipo de actividad mercantil, industrial o de enseñanza a las órdenes religiosas y expulsaba a los jesuitas. El proyecto de expropiaciones chocaba con la dificultad de las indemnizaciones y generó unas expectativas que el Gobierno republicano no pudo satisfacer. En noviembre de 1931, Azaña condenó en el Congreso, innecesaria e injustamente, al Rey Alfonso XIII por enriquecimiento ilegítimo, cuando sabía, fehaciente y documentalmente, que era falso.
En 1933, cuando la derecha política se rehízo del shock del destronamiento de Alfonso XIII, demostró, como sabía Antonio Maura, que los conservadores podían vencer en comicios democráticos, y Azaña se opuso a que gobernara la derecha, la CEDA. El partido que había ganado las elecciones.
Por si fuera poco, a diferencia de Alfonso XIII, que abandonó España evitando un enfrentamiento entre españoles, cuando Azaña perdió el control de la situación, el 18 de julio, repartió armas a los sindicatos de izquierdas, con lo que neutralizó al principio la rebelión. Pero el poder pasó de los despachos a las calles.
A partir de aquel momento, Azaña fue un zombi político, como apreció el embajador de Francia. El presidente de la República no pintaba nada y consideraba que la responsabilidad de lo que ocurría era siempre de otros.
Un golpe de Estado fallido, que se convirtió en guerra civil, precisa algo más que la simplista versión de los escribas de la memoria histórica de unos republicanos demócratas buenos, muy buenos, que perdieron la guerra contra otros antidemócratas malos, muy malos.
Y, desde luego, para no repetir nada parecido, conviene hacer uso del perdón y de la moderación. Aunque inusual, no es tan difícil apreciar y equilibrar las responsabilidades propias y compartidas.