Querida Demi Moore: bendita sea la mare que te ha parío’, como cantaba Conchita Piquer en la copla 13 de mayo. Bellezas como la tuya siempre nos han sido difíciles de manejar: nos son más largas que el tiempo. Tú guardas todos los enigmas del mundo en la cara, una dulzura incomparable perdida en el símbolo del mundo. Te recuerdo en Ghost con la arcilla húmeda en las manos, prometedora, incorruptible; te recuerdo hermosa y terrible rapándote en La Teniente O’Neil, como una Britney sin mamarrachadas; te recuerdo altiva y salvaje en Una proposición indecente, siempre, Demi, imposible de comprar. No hay Robert Redford que valga: en tu peor día pisarás con más pureza que el más podridamente rico de los hombres.
Tú tienes que ser consciente -tú que conoces la rabiosa hermosura desde dentro- de que hay una belleza inútil, una belleza hueca y silenciosa de puro aburrida que construye monumentos a la nada; y hay otra belleza que desordena el mundo y hace que las cosas cobren sentido: sabes de la vieja belleza del balneario derruido, de los árboles milenarios y enfermos, de las ruinas de los templos que jamás hemos habitado. Demi: lo bello también es bello porque ha resistido.
Mientras tu cuerpo resista, será bello; mientras tu cuerpo resista, será bueno. No hagas caso a los médicos de la guapura: nos prefieren acobardadas y henchidas a complejos, nos prefieren acojonadas por los años y por los cánones nuevos. Así hacen caja ellos, hacen caja de nuestro miedo. Nos fantasean, los chulos, como a esas señoras ancianas e hinchadas que almuerzan en los restaurantes de Jorge Juan y que no pueden masticar la comida en medio del gesto tirante que ahora es su único gesto: son todas iguales, Demi, son una que se mueve muy rápido. Yo no creo que la belleza tenga que ver jamás con parecerse al resto.
En medio del siglo del bótox, de las costillas extirpadas y del rostro robot que nos prometen los credos de la publicidad, el Instagram y la moda -y del que todos formamos parte, yo la primera llena de incoherencias-, cuestiono severamente que la belleza consista en parecerse cada vez más a algo que no sea una misma. Nos estamos alejando de la verdad, nos estamos escapando del centro. Del rostro con el que crecimos y nos enfrentamos a los otros. Del rostro azaroso que nos identificó en el planeta. Del primer mote cruel que nos mantuvo horas frente al espejo. Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú, que decía Cernuda.
Lo escribía también Idea Vilariño frente al lavabo recorriéndose nariz, ojos y boca: “Pensaré no me gusta o pensaré / que esa cara fue la única posible / y me diré esa soy yo ésa es Idea / y le sonreiré dándome ánimos”. La cara que tenemos, Demi, debemos protegerla con esa vieja amistad correspondiente que nos une. La tenemos que amar porque sí, porque es nuestra, igual que uno aprende sólo a amar las cosas que conoce y que tiene cerca. Igual que uno ama al padre o a la patria chica.
La perfección quirúrgica siempre está más allá, nunca se alcanza -por eso los cirujanos se frotan las manos- pero la belleza es algo que se posee y también algo que se subraya siendo auténtico. Algo que pende levísimamente de la forma de hablar, de la risa, del olor, yo qué sé, Demi, del modo; algo sordo a los caprichos del mercado, algo fabuloso y gratis; algo fortuito y democrático que no se abraza sacando la chequera.
La belleza no es patrimonio de los ricos que pasan por boxes como quien se mata a laca en Lluvia de estrellas: y que se jodan. La belleza no es un túnel de lavado ni cede tan fácilmente al chantaje del dinero. Es algo más profundo, misterioso y atávico. Tiene mecanismos secretos e internos. No se vende al ácido hialurónico ni al colágeno. La belleza a veces tiene ojeras: fíjate, Demi, qué sorpresa, quién coño nos iba a decir esto. Mira a la Bette Davis, que era algo mucho mejor que guapa y que agitaba el Dry Martini como avisando de que vivía subía a un guepardo negro.
Supongo que para mí la verdadera belleza es una forma de libertad -una forma de talento-, una forma de relajación, de naturalidad, de estilo, una forma indomable de ser atractivo sin saberlo. Por eso me escama la pose imposible, el artificio, el vía crucis, el esfuerzo. “La belleza última es la que brota del ánimo (…) Se hicieron guapos en función del ‘vive y deja vivir’, frontera permanente entre sanos y neuróticos”, escribía Escohotado recordando sus tiempos libidinosos en Ibiza.
Debe ser algo así, Demi. También porque aquí estamos hasta el coño de que la vida sea un concurso de belleza detrás de otro, como decían en Pequeña Miss Sunshine: en esa competición perversa de la inanición y del pánico cualquiera pierde la alegría. Y la alegría es más fuerte que la belleza.
Lo pienso en mi casa, Demi, cuando las niñas bonitas me lloran contándome que nunca están lo bastante delgadas. Yo les cuento lo poco que sé: que creo que su obsesión por el físico esconde una más espinosa, y es el terror a no ser deseadas, o, aún peor, el terror a no ser queridas. Les digo también que el morbo no depende de la belleza premiada por la grada. El morbo es más sabio y más viejo. Tiene que ver con la contradicción. Con la extrañeza. Con una terrible ternura rebozada de violencia.
Les digo que nadie las va a soñar por cinco kilos más o cinco kilos menos: y si es así, es un gilipollas y mejor que nos lo quitemos preventivamente de en medio. Les digo que siempre nos vemos más guapas en las fotos de antes, las de los veranos núbiles, pero que cuando los vivíamos no lo creíamos: les digo que siempre nos sentimos feas. Ese es el castigo. Esa es la torpeza.
Las escucho sufrir y pasar más hambre que los patos de Manolo y maldigo tó lo más grande, Demi. Pienso en el poema de Sam Shepard: “Ya he visto prácticamente / todas las narices arregladas / todos los dientes con funda / y todas las tetas remozadas / que puedo soportar. / Me voy de regreso / a la mujer natural”. Pienso en el de Isla Correyero: “Yo digo que el éxtasis que [ella] causa / no puede ser fulgor cosmético y vacío / no puede ser respiración de tigre hambriento o loco / no es impostura sus temibles rasgos / no lo es / no lo es / la encadenada raíz de su cabeza”.
Pienso en nuestra reina famélica que relaciona delgadez con exigencia al estilo letal Cisne negro. Y pienso, amiga, muy especialmente, en cuánto hemos depositado todas las mujeres en lo que puede verse y palparse cuando la lujuria, la verdadera lujuria, viene de mucho más adentro. Pienso en María Jiménez, la jembra más sexy que conocí nunca y que nos enseñó las rodillas duras cuando las españolitas llevábamos faldas hasta los suelos. Demi: tú, como cantaba ella, también estás jartita’ de viví con mamarrachos -acuérdate de Asthon Kutcher, tan jovencísimo y pérfido-. Pienso en María Jiménez diciendo “Opérate del carácter, ¿vale?”. Ahí resumió el feminismo entero.