El otro día volví a ver La carrera del siglo (1964), una de las comedias favoritas de mi infancia y más acá. La película del inconmensurable Blake Edwards narra, como recordarán, la sucia y disparatada competición automovilística, entre Nueva York y París, librada a comienzos del siglo pasado entre El Gran Leslie y el profesor Fate.
Leslie (Tony Curtis), el héroe impecable y de dientes brillantes, impoluto con su terno blanco de sportman, es saboteado a toda hora por el pérfido y bigotudo Fate (Jack Lemmon), de levita y sombrero negros, auxiliado siempre por su rastrero y torpe ayudante Max (Peter Falk). Al jaleo intercontinental se suma la bella fotorreportera y sufragista Maggie (Nathalie Wood), que va por libre.
La carrera está plagada de trampas, golpes bajos y maquinaciones. Y todo se complica más (si cabe) cuando los participantes llegan al reino ficticio y vagamente centroeuropeo (tirando al Este) de Carpania. Allí, un príncipe dipsómano a punto de ser coronado (idéntico al profesor Fate para mayor desbarajuste) tiene en marcha una conspiración para su derrocamiento a cargo de un general y un barón, enseguida hostiles a los corredores recién llegados.
No digo que nuestra Hispania sea como Carpania, ni que las analogías entre la fullera competición de coches y nuestras rivalidades, zancadillas y codazos sean literales, pero, bueno, aquí tenemos a unos partidos gobernantes coaligados que se boicotean como confrontados, a partidos de la misma cuerda que se la endosan recíprocamente al cuello para ahorcarse y a partidos redundantemente partidos por sus hostilidades internas, todo ello salpimentado por la zarabanda periodística y reticular.
La escena culminante de Carpania transcurre en el obrador de una panadería y consiste en una pelea de tartas en la que se ven involucrados (gozosamente) todos los personajes. Los publicistas de la película de Edwards informaron de que el multitudinario zafarrancho de los tartazos (de casi cuatro minutos de duración), regocijante homenaje al cine mudo, ocupó cinco días de rodaje y que en él se emplearon cuatro mil pasteles. Nosotros también llevamos, por lo bajo, cuatro mil pastelazos y el todos contra todos de la panadería nos describe ya mejor que la arrugada hipótesis de los dos bandos.
Habrá quien piense que la política española ha de tratarse y analizarse bajo los requisitos de la tragedia. Pero lo cierto es que, a veces, un drama y una comedia sólo están separados por un par (o tres) de vueltas de tuerca.
En todo caso, España cada vez más (sin que nos cosquemos del todo) parece una ficción. No una ficción ya establecida y reglada, sino una ficción que fantaseamos entre todos y de buena gana cada mañana. A tartazo limpio.
Umberto Eco escribió un libro, preciosamente editado en España por Lumen, titulado Historia de las tierras y lugares legendarios. Trataba de las geografías y países míticos imaginados por la gran literatura en conexión con los sueños, los miedos y las utopías de los humanos. ¡Qué maravilla! Pero hoy, gracias a La carrera del siglo, me ha venido a la cabeza la sainetesca Carpania y, a renglón seguido, Libertonia (Sopa de ganso), Tomania (El gran dictador) y Ruritania (El prisionero de Zenda). Comedias y aventuras, mejor.
Hispania, desde luego, no es La Atlántida, ni Yoknapatawpha, ni tampoco Mordor.