La lealtad es algo extraño. Posiblemente el gran tema del mundo: el amor iniciático a su lado es una memez, una enajenación transitoria comparado con las grandes estructuras vitalicias de la protección y la devoción, caiga quien caiga. Los sacrificios que uno hace por amor -por romanticismo- pueden llegar a verse con el tiempo como inútiles, ñoños, serviles -como volantazos de calentón-, pero los sacrificios que uno hace por lealtad -por esa lealtad horizontal entre iguales, no la del vasallo al rey ni la del perro al hombre- siempre guardan fuerza y vigencia. Los volvería a repetir uno hoy mismo, quizá porque los férreos valores de la vida son, últimamente, mucho más largos y duraderos que los amores de la vida. Ideología hay una; romances, tú me dirás.
Claro que, al final, sólo elegimos ser leales con aquellos a quienes amamos, pero este fenómeno se extrapola también a los grandes amigos contados con los dedos de una mano y a la mafia sanguínea de nuestra familia. No funciona por erecciones.
Pensaba en esto acordándome de Luis Bárcenas y de Rosalía: qué jóvenes fueron cuando se conocieron a los 23 años de ella, telefonista, niña de León; qué modestos, todavía, cuando a sus treinta se casaron en París con seis amigos, como dos perros románticos que pasaban de dar la matraca con su verbena; y qué canallas después, inseparables en sus tropelías, en sus papeleos, en su riqueza gamberra. Una en Meco, el otro en Soto: dos tumbas juntas hasta el final. Y que paguen lo merecido.
Más que pasión vieja, me decía yo, eso debe ser lealtad. Lealtad es que Willy Bárcenas ayer le dedicara, con todo su testiculario, una coplilla a su madre gangsta, a su madre taleguera deluxe: “Es inútil llorar (…) Voy a tener que abrir la boca. Esta canción y este final no tocan, pero estaré, resistiré, por ti, que me diste la vida y me cuidaste en las noches rotas (…) No me voy a perder, si estoy ahora en la cima, te lo debo también”.
Lejos de parecerme un capotazo infame, me hace reventar de ternura y quizá de algo de admiración, sin ser yo sospechosa de seguirle el rollo a las corruptelas del PP ni a la rufianería de sus cachorros: la lealtad funciona cuando está por encima de las ideas, de la moral social, del qué dirán, de la política, de las leyes y del código penal. Lo importante son los tuyos, aunque los tuyos sean unos hijos de puta o unos delincuentes. En eso creo. En eso que hoy -en el siglo del buenismo, en el planeta de los beatos- es tan impopular.
La canción de Willy le honra: lo fácil hubiera sido no mojarse, independizarse de lo que son sus padres, tapando, con elegancia y cierta bajeza, que lo que él es -o todo en lo que él se convierta- se lo debe a ellos, sencillamente porque fueron las primeras personas que le quisieron y le protegieron. Hay muchas formas de no ser estiércol, pero sin duda una de ellas consiste en no acuchillar a los nuestros, aunque el mundo entero nos pida que los colguemos en la plaza pública. La civilización será importante, cariño, pero primero va la tribu. Suerte que uno no tiene que elegir casi nunca.
Lealtad es que Bárcenas padre tuviera contento a Rajoy hasta que su esposa entró en la trena: ahora la maldición se acerca lenta -con pisadas de animal prehistórico-, ahora se van a desatar en el barrio las plagas del mismísimo Egipto, ahora van a tiritar los putos navíos trasatlánticos. Le van a pitar los oídos hasta al difunto chucho de Aguirre. Digamos que, como en aquel pasaje de Ezequiel que retumbó en Pulp Fiction, vendrá Bárcenas a castigar con furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a su familia. Y tú, Mariano, sabrás que su nombre es Yahvé cuando caiga su venganza sobre ti. Esas cosillas. Vamos, que se va a cagar la perra.
Yo sé que poner las ideas por encima de la lealtad da prestigio intelectual y moral, pero no me importa. Se lo pregunto a veces a los míos, y ahora a ustedes, que seguro que son ciudadanos de bien, gente con ideales muy respetables: ¿qué harían: irían a denunciar un delito de uno de sus seres más queridos -por el bien común, por la justicia, por el civismo- o se convertirían en su cómplice aún pisoteando su ideario de buena persona que vive en colectivo?
Con matices, claro, yo tiendo a elegir lo segundo. Porque un hombre sin respeto a las leyes será un antisistema, pero un hombre sin lealtades no es nada. Un hombre sin lealtades está hueco. Aunque duela, lo sabían bien Los Chunguitos: "Si me das a elegir entre tú y mis ideas -que yo sin ellas, soy un hombre perdido-, ay, amor, me quedo contigo".
No sé a qué autor le leí que las personas de derechas tienden a colocar a los suyos antes que a las causas generales, y que los de izquierda -por aquello de la conciencia social y del respeto internacional- hacen lo contrario: acaban vendiendo al amigo si ven que ha delinquido, porque lo primero es ser legal, lo primero es estar en paz con prójimo. Ambas opciones son legítimas y defendibles. Ambas me interesan. El punto, a mi juicio, es que el Estado juzgará a los míos sólo por sus errores, y yo no.
Es esto que decíamos de críos de “a mis hermanos sólo les hostio yo”: uno se partía la cara con el fraterno saltando en el sofá por conseguir el mando de la televisión, pero ay del chulo que osase tocarle un pelo en la puerta del colegio. Lo crujíamos. A los nuestros los criticamos sólo con ellos delante. De cara al mundo es otra historia.
Aquí les dejo mi confesión: yo en esto soy de derechas. Es mi vicio, mi debilidad, mi tarita. No puedo estar todo el día salvando el mundo: me agoté. Como diría San Agustín: hazme pura, Señor, pero no todavía.