Vic no quiere que le quiten el título de pueblo más reaccionario de España, en cuya posesión lleva siglos. Así, se viene adhiriendo con admirable infalibilidad a lo más reaccionario de cada momento: el catolicismo recalcitrante, el carlismo, el franquismo y ahora el independentismo. Es un detector admirable de lo peor, y a ello se suma sin medias tintas.
La hostilidad con que reciben a los que llegan a predicarles un poco de civilización es la versión local del lanzamiento de cabra desde el campanario. Pretenden que su ceporrismo sea hermético y se ponen muy nerviosos cuando montan sus tenderetes electorales los de Ciudadanos, los del PP o los de Vox (hasta los de Vox tendrían civilización que enseñarles a ellos...).
Las imágenes de la violencia contra Vox el sábado, como las que ya se vieron contra los otros partidos, producen un escalofrío histórico. A estas alturas sabemos lo que significa y adónde conduce. También sabemos la responsabilidad miserable de quienes azuzan, como Pilar Rahola (siempre en mitad de su perpetuo proceso de facturación). La consecuencia ha sido inmediata: más violencia el domingo, incluido el apedreamiento a Santiago Abascal en Salt. La espiral es abyecta y repulsiva, impropia de la Europa democrática.
Cierta prensa, sin embargo, insiste en llamar “antifascistas” a aquellos cuyo comportamiento es flagrantemente fascista. En España no deja de ser una bicoca autodenominarse del modo correcto para después actuar todo lo incorrectamente que se quiera. Así ocurre si te autodenominas “antifascista”, “antifranquista” o incluso “progresista”: con esa patente ya puedes ser fascista, franquista o reaccionario, que tu autoproclamada fama no menguará.
Pero habría que medir a la gente por lo que es, no por lo que dice ser; habría que medirla también por la brecha entre una cosa y otra, con frecuencia culpable.
Nuestros “antifascistas” albergan una terrible verdad: lo son –dicen serlo– no en un país fascista, sino en un país democrático. De esta aberración se deriva la inversión de términos a que están condenados. Si se dicen “antifascistas” de un régimen democrático, tienen que llamar a este régimen “fascista”. De lo contrario serían ellos los fascistas. Como ciertamente son.
Y en estas contorsiones se les va la vida a ellos, y a nosotros la vida y la paciencia. Están en una permanente batalla contra la realidad, que aún resulta menos repulsiva que sus ínfulas. Se ejercitan en un narcisismo ideológico en el que se ven guapísimos cuando son muy feos.
La guinda de este asqueroso pastel es la presencia de Otegi en la campaña catalana, dándoles codazos pandémicos a Junqueras y Aragonès y dejándoles los codos pringados de sangre. De sangre netamente fascista.