Mañana se cumplen 40 años del golpe del 23-F y yo también tengo mi historia, mi pequeña historia. Tenía 14 años y estudiaba 1º de Bup. Cuando salía de clase por la tarde, corría a casa para poner la radio, que era mi pasión de entonces. Llegaba a tiempo para escuchar, en el programa Directo, directo de Alejo García, una radionovela con los casos del comisario Maigret, de Simenon, que interpretaba el actor José María Caffarel.
La tarde del 23 de febrero de 1981 no estaba seguro de si la iban a emitir, porque estaba la investidura del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, tras la dimisión de Adolfo Suárez. Puse la radio y no sonaba ni lo uno ni lo otro, sino música (no recuerdo ahora si militar o clásica). No le di importancia, merendé y me puse a estudiar. Al día siguiente tenía examen de Biología, a primera hora. En algún momento estuvo de visita una prima, que vivía al lado, y oí por la puerta su voz alterada. Le decía a mi madre: “Los civiles han entrado en el Congreso”. Tampoco le di importancia. Lo importante era el examen.
Gracias a que tuve aquel examen asistí a todo. Me estaba costando mucho la asignatura: Geología, Cristalografía... Ahora no recuerdo si la asignatura se llamaba Biología o simplemente Ciencias. Pero la mayor parte del curso la dedicamos luego a la Biología. El profesor era pequeño y renegrido y le pusimos de mote “el Mosca”. Uno de los momentos épicos de mi bachillerato fue cuando, gracias a sus mismas enseñanzas, pasamos a llamarlo “el Díptero”.
Supongo que en algún momento cenaría y luego me quedé ya solo en el cuarto, con el libro de texto y el flexo, estudiando. La novedad de aquella noche es que puse la radio, bajito. Por eso, mientras estudiaba, me llegaba de fondo la alteración de los periodistas, la idea de que aquello se salía de lo común. En algún momento dijeron que iba a hablar el Rey y, aunque ya me encontraba muy cansado, decidí seguir estudiando hasta ese momento. Así pude ver en directo su mensaje (en cuanto lo anunciaron por la radio, fui a la salita a verlo por televisión).
Seguí con el transistor en la cama, como solía hacer entonces, hasta quedarme dormido. Tenía ya la idea de que aquello era gordo, pero en una realidad que no me afectaba. Lo que me afectaba era el examen. A la mañana siguiente, en el instituto, una alumna decía que no podíamos hacer el examen con lo que había pasado. El resto de la clase se sumó, menos yo. Para mí no era más que uno de los frecuentes escaqueos de mis compañeros. Con algunos profesores funcionaba a veces, pero jamás con el Mosca, que tenía mal carácter.
Por eso me quedé helado cuando llegó el Mosca y dijo: “Con lo que ha pasado no podemos hacer el examen, como comprenderéis”. Lo que comprendí en ese preciso instante fue la importancia definitiva del acontecimiento. Un chico estudioso como yo necesitaba que se lo tradujesen a su escala. La suspensión de un examen por algo así daba la verdadera medida de ese ‘algo’.
Se suspendieron también las clases, pero seguimos un rato en el instituto. Había movimiento de alumnos y profesores. Uno dijo que en el cuartillo del “bedel” (aprendí ahí la palabra) había una tele, la única del centro. Al salir vi que estaba lleno de gente mirando la pantalla. Poco después la miré yo también en mi casa. Toda la secuencia de la mañana del 24 de febrero, con los guardias civiles escapándose por las ventanas y los políticos saliendo. Me acuerdo de Senillosa. Los mensajes eran de concordia, de fe en la democracia. En la tele y en la radio se siguió durante horas con lo mismo. A esas alturas, yo estaba hechizado.
La leyenda que se empezó a segregar culminó con las imágenes del golpe que se pudieron ver por fin: Tejero, Suárez, el empujón a Gutiérrez Mellado, la cabeza de Carrillo... Cuando volvimos a clase, la profesora de Historia (joven, moderna, sin duda marxista) nos habló de su sensación la noche del 23, cuando iba en el coche por una Málaga vacía, pensando que España volvía a las andadas, que todo se había desmoronado. Pero tenía esperanza en Calvo-Sotelo. Había la sensación de que la democracia se había consolidado y estábamos fuera de peligro.
Yo me compré aquellos días mi primer periódico: el extra sobre el golpe de la revista Interviú, en blanco y negro. Hay otra intrahistoria ahí, porque esa revista que hojeábamos a escondidas en algunas casas para ver mujeres desnudas, la paseaba yo ahora como un adulto, dispuesto a mostrarle a quien me lo preguntase, abriéndole las páginas si hacía falta, que no había desnudos en ese número. Fue un doble empujoncito, pues, para el joven Montano.
Como mi bautizo auténtico con la actualidad fue ese, ya con los demás periódicos también (sobre todo El País), con los especiales de radio y televisión (sobre todo Informe Semanal), es como si me hubiese caído en una marmita semejante a la de Obélix, pero no con poción mágica sino con lenguaje constitucionalista: que es lo que me constituye políticamente y no me puedo quitar de encima. Tengo grabado a fuego el aprecio por la democracia formal. Por eso he dicho en broma a veces (pero también en serio) que mis columnas políticas no son más que variaciones del discurso de la Corona.
Algo que, andando el tiempo, ha terminado siendo sinónimo de malditismo casi punk. Lo que se lleva es Tejero. Del Gobierno para abajo y todo alrededor.