La “polarización” del debate comienza a ser un eufemismo. La discusión pública no está polarizada, sino enferma. Resulta sencillo encontrar asuntos que lo demuestran: la Guerra Civil, el feminismo, la transexualidad, la religión… y Juan Carlos I.
El Emérito nos da la medida exacta de lo que cuesta confrontar de manera equilibrada en esta década de todos los demonios. De los políticos whiskeros (en feliz expresión de Julio Anguita) y de los periodistas fusileros. Piensen en sus amigos y compañeros de trabajo. Habrán comprobado que, a este respecto, sí existen las dos Españas.
Por un lado están los irresponsables del juancarlismo visceral. No piensen en iletrados o tertulianos de garito. Muchos de ellos fueron ministros. Disculpen, me he equivocado, lo segundo no quita lo primero. Son catalogaciones perfectamente compatibles.
Su conclusión, envuelta en mil circunloquios, viene a decir así: da igual lo que robe el Rey, no importa lo miserable de sus andanzas, ni siquiera que su presunta gran evasión de impuestos coincidiera con la peor crisis económica para el ciudadano de a pie. Se declaran “juancarlistas” y reiteran que es tan grande lo hecho “por España” que ningún delito podrá empañarlo.
Cuando se les dice que una cosa no quita la otra, arquean las cejas y aupados en la supuesta superioridad moral que confiere la edad, responden con condescendencia: “Es la vida, muchacho. No seas idealista”.
Al otro lado de la trinchera, ocurre algo similar. La misma cerrazón, pero alcanzada por el camino opuesto. Juan Carlos I es un “sinvergüenza”, un “ladrón”. El cuadro es negro en su totalidad, está prohibido cualquier atisbo de luz. Recibió plenos poderes del franquismo y renunció a ellos en favor de la democracia. “¡Eso da igual, hombre!”. Aprovechó su tremenda influencia en el Ejército de 1981 para abortar el 23-F. “¡Oiga, pero es un ladrón!”. Fue, durante décadas, el mejor activo de España en el extranjero. “¡Chorizo!”.
Estos voceros, en cambio, suelen ser jóvenes. Muchos de ellos hijos de la democracia. Confían en la República como solución mágica a “todos los problemas del sistema”. Como si la caída de la monarquía fuera a traer “la Libertad”. Con mayúscula. Son incapaces de darse cuenta de que la vida, en el fondo, es como una gran novela. Los mejores personajes, ¡los más interesantes!, como Juan Carlos I, arrojan, casi con la misma potencia, destellos y oscuridades.
A medio camino entre estos dos frentes, en algún lugar de la España vacía, habitan los que, cansados de los hunos y los hotros, alaban los éxitos del Borbón con la misma firmeza con la que condenan sus miserias. De su propagación depende la cura de este debate enfermo.