Esta semana tuve el gustazo de participar en un proyecto relacionado con el emprendimiento femenino. Ojalá no hubiera que ponerle apellido al asunto, pero sí: aún necesitamos forzar la visibilidad. Allí estábamos unas pocas hablando en nombre de unas muchas que, en un momento dado, decidimos no tener jefes, por resumirlo mucho.
Si no lo resumimos, contaría que nos dejamos arrastrar por nuestra pasión y la convertimos en nuestro medio de vida, haciendo oídos sordos a los que afirmaban que de escribir no se puede vivir, que los autónomos se mueren de hambre, que nadie triunfa lanzándose a la aventura. Lo primero sería saber de qué va eso que llaman éxito y si es algo más que sentirte dueño de tu vida. Lo segundo es pedirles que no molesten, por favor.
Ojo, que pasión no es sinónimo de inmolación. A veces, es todo lo contrario: resurrección, aprendizaje, emoción. Quizás tengas que compaginar un tiempo con el trabajo actual hasta que compruebas que tu idea es viable y da beneficios. Hacer cálculos con varios escenarios y asegurarte de que ninguno de ellos te lleva a la ruina.
Decide quién va a ser tu público porque lo de “cualquiera” es el primer estadio hacia el hostión empresarial. Estudia cuáles serán los canales por los que contactar bidireccionalmente con los que consumirán tu producto o servicio. Diversifica, para evitar el peligro de tener todos los huevos en la misma cesta. Examina a tu competencia hasta la extenuación y diferénciate, por el amor de Dios.
No estoy contando nada nuevo. Todo simple, que no sencillo. Pero mucho más complicado es el paso previo, el que consiste en superar nuestro miedo aterrador al fracaso y que nos impide formularnos la gran pregunta: qué es lo peor y lo mejor que me puede pasar si me convierto en la dueña de mi tiempo. Y el mismo interrogante imaginando que me quedo donde estoy.
Somos minoría por lo mismo de siempre. Uno no puede elegir aquello que no sabe que existe o de lo que no se cree capaz, y el síndrome de la impostora nos arrea de collejas cada vez que las ganas asoman la cabecita. Nos atrevemos menos aunque, curiosamente (o no), también nuestras empresas sobreviven más. Andamos justas de financiación externa porque no la solicitamos, otra vez por el lastre del no merecimiento.
Nosotras afirmamos conocer menos emprendedores que los hombres, tener menos conocimientos que ellos y, por ende, estamos ciegas ante las oportunidades que puedan surgir. Vemos lo que elegimos ver. Nos aferramos a lo conocido, aunque nos amargue la vida. Lo dicen las estadísticas y lo vemos en todas partes.
Las mujeres emprendedoras empiezan a ser visibles para quien quiera buscarlas, para quien esté dispuesta a recabar información y encontrar ejemplos. Porque sin ejemplos no sabemos por donde tirar, no hay norte ni brújula, ni compañía. Y sentirse sola ante el peligro supone una barrera muchas veces insuperable.
Penalizamos nuestra ambición, y la estructura social y familiar no ayuda. La distribución en las tareas del hogar y en la crianza dista mucho de ser igualitaria. Solo hay que pasearse por la puerta del colegio, por la sala de espera del pediatra, por el supermercado. Madre mía, cuánto nos queda para alcanzar la normalidad.
Me preguntaban en esa entrevista qué le diría a las mujeres que quieren emprender, pero no dan el paso. La contestación es sencilla: nadie lo va a hacer por ti y no somos eternas. Hagamos que en esa cuenta atrás sobre la que caminamos nos pase lo que queremos que nos pase. Probemos sin inmolarnos. Sintamos la satisfacción de que la ilusión le gane por goleada al miedo.
Nada sabe mejor que esa victoria.