Sin miramientos. Así suelen tratar los señores diputados sus micrófonos de mesa al terminar sus encendidas intervenciones. Suele verse muy bien en las sesiones de control al Gobierno de los miércoles, esas vías de escape de la adrenalina semanal acumulada, mal drenada.
El líder o el portavoz termina su pregunta o su repregunta, su respuesta o su réplica, y, entonces, zasca, le agacha la cabeza con un capón al micrófono de larga varilla que acaba de utilizar desde su escaño. Es una especie de ahí queda eso, de impetuoso he dicho, de ahí te quiero ver, de chúpate esa, de contesta si eres capaz, de responde si eres hombre (o mujer), de báilala si puedes, de que te den.
Su señoría está indignada por esto o por lo otro (motivos no le faltan, al parecer), se crece, se enardece en el uso inquisidor y agresivo de la palabra, se viene arriba y, para concluir con toda la contundencia que su malestar clarividente le exige, tira hacia abajo su micrófono, lo derriba con un pescozón que cualquiera diría no es sino la metáfora del guantazo que no le puede propinar a su no menos señoría rival.
¿Qué culpa tiene el micrófono, tan dócil y manejable? ¿No le han enseñado a su señoría a utilizar con cuidado, para que duren, sus herramientas de trabajo? ¿Cuánto cuesta el mantenimiento de los micrófonos del Congreso? ¿El que lo rompe lo paga? ¿Son acaso irrompibles? ¿Por qué ese mal trato? ¿Tratan así sus señorías las puertas de las neveras de sus casas, a portazos?
A este paso, va a ser preciso proporcionar a sus señorías adminículos de corbata o de solapa, inalámbricos de oreja, para evitar ese feo gesto de desprecio al micrófono que no es sino metáfora (otra metáfora, sí) del desprecio incontrolado que siente hacia su oponente. Y es que hoy cada cosa es cada cosa y, a la vez, la metáfora de algo.
Aunque, quién sabe, el ambiente está tan caldeado que, quizás, si se les suministrara un inalámbrico de oreja o de solapa, sus señorías, al concluir concluyentemente sus ariscas deposiciones, terminarían por arrancárselo con cólera y por lanzarlo contra un ujier que pasa por ahí o contra una indefensa mecanógrafa.
Así pues, la famosa crispación del Congreso no se manifiesta sólo en el tono de voz, en la verbosidad sulfurante, en las muecas espasmódicas, en los dedos acusatorios u, ojo, en esa falsa calma condescendiente que busca irritar al adversario, sino también en esos manotazos que abaten los micrófonos. Cada trompazo a un micrófono es un trompazo a la razón. Otra metáfora, me temo. ¿Demasiado Energisil Vigor por las mañanas?