Los caminos del coño son inescrutables: qué simpático me resulta que a tantos les parezca agresivo leer esas cuatro letras perfectas, sonoras, redondas, cuando hasta el último fulano ha sido expulsado al mundo por uno de esos tótems. Coño. Se te aprieta la lengua contra el paladar; lo mentas y se te escapa el aire por la nariz. Coño. Cómo lo corona su virgulilla: será que un coño siempre es monárquico. Un coño siempre es absolutista. Un coño es iracundo como Yahveh. Un coño es incolonizable. Me sonreía yo el jueves noche cuando la sentencia “porque me sale del coño” se hizo trending topic: España entera se rendía a ese argumento irrefutable de Lucía, preguntada por el tunante de su novio en La Isla de las Tentaciones. “¿Por qué lo has hecho?”. “Porque me sale del coño”. Imbatible.
Quién te va a decir a ti lo que te sale del coño mejor que tú misma. Si te sale, te salió: qué quieres que te diga. Un coño emana sólo verdades: es fuente soberana. Un coño es un destino. Un coño es visionario. Un coño avisa porque no es traidor y sabe cosas de una misma que una aún no. El coño con su ojo cíclope, como oráculo de carne, como cerebro distinto, como inteligencia intuitiva más larga que el tiempo y la tierra: como naturaleza secreta que rechaza unos amores y absorbe otros antes, mucho antes de que una misma pueda valorarlos con los filtros falibles de la sentimentalidad y el intelecto. Un coño ya ha tomado las decisiones que tú masticas y verbalizas tiempo después. Digamos que tu coño lo sabía.
Un coño es amoral: eso seguro. Un coño es una forma pura de temperamento. Un coño es indesmayable. Lo que te sale del coño es ley; ley subterránea y elocuente que nace de los confines últimos del presentimiento, de los rebordes del instinto y la supervivencia, de los coletazos silentes de la imaginación y el deseo. Un coño es un puño cerrado de experiencia. Un coño golpea y no negocia. Como diría Isla Correyero en su poema hermoso: “Aislado del amor, cualquier coño es violento”.
Cuando los niños pintaban penes en los pupitres del colegio como posesos -cuando el bálano era su punta de lanza vital, su firma primera de grafiteros, de vandálicos fálicos, de artistas urbanos y testosterónicos-, las niñas no sabíamos dibujar un coño, principalmente porque ni siquiera nos habíamos visto el nuestro. No lo habíamos mirado a la cara. Los adultos lo llamaban “las vergüenzas” o lo bautizaban con nombres estúpidos, infantilizados, para menguar su poder atávico, para domarlo y volverlo mascota pacífica: “chocho”, “chumino”, “concha”, “conejo”, “pepe”, “almeja”, “papo”. Qué tiernos fueron. Como si el diablo desapareciese por dejar de mentarlo.
Un coño puede volverse esquivo por los embates de la religión y el machismo, pero un coño, por definición, es irredento. Un coño es un hipogrifo orgulloso al que hay que presentarle respetos, al que hay que observar con prudencia, como a una fiera mitológica: un coño es elegante y soberbio, pero si le ofendes te arrancará la cabeza sin inmutarse, como una flor carnívora. El coño se mueve en ese espacio oscuro entre la belleza, la vida, el placer y la depredación. Un coño es sensible y suspicaz, un coño está a la que salta: de ahí la expresión “no me toques el coño”, equivalente a “cuidado conmigo”. Comerse un coño es comerse una boca: ella te está comiendo mientras a ti.
Si existe el alma, está en el coño. Si existe el alma, es el coño. Chavela Vargas aseguraba que ella cantaba con el coño. Almudena Grandes veía venir sus calenturas esbozando un se me hincha. El coño es el látigo más implacable que conozco, un látigo “que viene de la muerte hacia la muerte”, un “camino de elefantes, muñeca de trapo herida de alfileres”, como escribía Juan Luis Panero. Un coño no es civilizado, pero hace posible la civilización. Un coño es paradójico. Un coño es un tabú fundacional.
Un coño es inabarcable y a la vez resume el mundo: cuando el ginecólogo se asoma a él con el espéculo lubricado, avista las entrañas del planeta. El coño se la pasa esquivando los cánceres de útero, los miomas, las cistitis, los riachuelos de sangre, en el coño resuenan los gritos de las parturientas, de las violadas, de las legendarias putas.
“Una llave que abre muchas puertas es una buena llave; una cerradura que se deja abrir por muchas llaves, es una mala cerradura”, decía aquel refrán misógino. No entendieron nada los enemigos del coño, los que mordieron el coño que les dio de comer, porque como explicaba Camille Paglia en su libro Sexual Personae, el coño no es receptor, sino sujeto activo y hambriento: “La vagina dentada no es una alucinación sexista: cada pene es disminuido por cada vagina, del mismo modo en que la humanidad, varón y hembra, es devorada por la Madre Naturaleza”.
Hablaba del coño como amenaza, del coño que mutila la sexualidad del hombre, que la erosiona, que la mastica, que la modifica; no del coño como vasija que aguarda al falo, no del coño como cuenco seminal. Nos han engañado todo este tiempo, nos han victimizado el coño, pero el relato de las iglesias y las sociedades carcas era falaz y tramposo, porque el coño es vergajo. Ningún hombre es el mismo después de dejarse atravesar por un coño: más vale que lo tengan en cuenta. Nunca nos hizo falta, nunca nos hará falta echarle huevos a nada: podemos echarle coño.