El Tribunal Constitucional dio luz verde, la semana pasada, al uso del bable (del bable normalizado, porque existen más) en el parlamento autonómico asturiano, desechando así los argumentos de Vox, que recurrió la última reforma normativa que aprobaba tal medida.
Cuando desde instancias oficiales (ya no desde sectores más o menos marginales) se habla de la imposición del español durante siglos en tal autonomía y de la normalización, necesaria, como compensación de esa imposición (para restaurar la lengua propia), entonces es imposible, desde tales premisas, evitar la obstaculización, cuando no directamente el impedimento o negación del uso y aprendizaje del español en esas regiones.
La lengua española, esta es la evidencia incontrovertible que alimenta la legislación, ha desplazado violentamente (como compañera del imperialismo castellano) a las lenguas vernáculas regionales a la marginalidad, a la anormalidad. Y ahora, con la democracia, hay que devolverles a esas lenguas su dignidad, el lugar natural que les corresponde frente a ese español extraño e invasor.
Esta misma evidencia es la que está impulsando en Asturias, en mimesis con otras comunidades autónomas, a hacer un uso normal del bable. También se supone desplazado como lengua propia por ese invasivo y advenedizo español.
En este sentido, es muy previsible que la oficialidad del bable tome los mismos derroteros jurídicos normalizadores que los que han seguido otras lenguas regionales en sus comunidades autónomas correspondientes.
Así, atendiendo a la filosofía de la historia, por ejemplo, galleguista, implícita en la vigente Ley de Normalización Lingüística de Galicia (15 de junio de 1983), los tres siglos (del XV al XVIII) en los que tiene lugar el desarrollo de España como potencia imperial son llamados “siglos oscuros” para Galicia, suponiendo así que la identidad gallega (volkisch) queda anulada, desaparecida, durante este período (como si ser parte de España no representase ninguna identidad), para renacer en el XIX de la mano de Manuel Murguía, Rosalía de Castro, Eduardo Pondal y otros próceres de ese llamado Rexurdimento.
De esta manera la identidad española se ve como algo completamente ajeno a lo gallego, y durante el período en el que aquella se manifiesta con mayor vigor histórico (el Imperio español), esta desaparece (o se mantiene muy en precario), volviendo a reaparecer, precisamente, cuando España comienza a transitar el camino de su decadencia.
Identidad gallega e identidad española, esta es la idea, son dioscúricas, si una se afirma es porque la otra se niega.
Tal que así lo dice, con meridiana claridad, en su preámbulo, la ley de normalización lingüística gallega actualmente en vigor, firmada por el PP (AP, entonces) de Gerardo Fernández Albor, Antonio Rosón con Manuel Fraga en la sombra:
El proceso histórico centralista acentuado con el paso de los siglos, ha tenido para Galicia dos consecuencias profundamente negativas: anular la posibilidad de constituir instituciones propias e impedir el desarrollo de nuestra cultura genuina cuando la imprenta iba a promover el gran despegue de las culturas modernas [...]. La Constitución de 1978, al reconocer nuestros derechos autonómicos como nacionalidad histórica, hizo posible la puesta en marcha de un esfuerzo constructivo encaminado a la plena recuperación de nuestra personalidad colectiva y de su potencialidad creadora. Uno de los factores fundamentales de esa recuperación es la lengua, por ser el núcleo vital de nuestra identidad. La lengua es la mayor y más original creación colectiva de los gallegos, es la verdadera fuerza espiritual que le da unidad interna a nuestra comunidad.
Como quiera que sea, el desarrollo normal de Galicia fue interrumpido al incorporarse como parte de España, algo así como una Galicia española es vista como una distorsión o incluso perversión de su propia identidad (instituciones ajenas, cultura inauténtica, adventicia, no genuina).
Se trataría, con la Galicia autonómica, de restaurar su “auténtica personalidad” previa (previa a su perversión española)
Y es que, en esa transformación, sea como fuere, Galicia se enajena, por así decir. Se vuelve extraña a sí misma, involucrando en ello al propio idioma, el gallego, que se torna marginal frente a ese otro idioma advenedizo, el castellano, que invade violentamente, desplazando al gallego, los ámbitos de la vida social, política y literaria gallegos.
Pero el caso es que, cuando España, en el siglo XVI, mantuvo su hegemonía global, como Imperio universal, Galicia participaba con los mismos derechos plenos que otras partes del Imperio (no hubo opresión de ningún tipo hacia los gallegos ni hacia Galicia como tal).
Es más, es ahí, en el seno del Imperio español, donde realmente se forja la identidad histórica de Galicia ligada a Santiago, siendo Compostela, y el peregrinaje a Santiago, un invento de la monarquía asturiana (Alfonso II).
Todavía más difícil de justificar que para Galicia será encontrar una disociación de este tipo dioscúrico para Asturias, que hable de lo español como de algo ajeno a su identidad. Un más difícil todavía que la España autonómica, sin duda (que para eso está), hallará el modo de hacerlo, con la oficialidad del bable como primer paso.
Será el colmo del autonomismo escuchar que Asturias ha sido oprimida por España. Bueno, ya se oye…