Para nadie está resultando la precampaña de las elecciones madrileñas más deprimente que para aquellos que nacimos y crecimos en un barrio, en mi caso al sur del Manzanares, y que más de medio siglo después no hemos sentido la necesidad de migrar a espacios más céntricos o elitistas, ni siquiera, en lo que a un servidor respecta, de cruzar ese río que sigo teniendo al norte, sin que eso me haga sentir que soy o puedo menos.
No sabemos qué nos provoca más repugnancia: si la grosera tentativa del populismo de ultraderecha de pescar en el caladero de las insatisfacciones y los abandonos que los barrios padecen, o la no menos zafia pretensión del populismo de ultraizquierda de arrogarse la legítima propiedad y la representación exclusiva de la clase trabajadora que predomina en el tejido barrial. Los que hemos echado los dientes y aprendido a mirar el mundo en esas calles que unos y otros instrumentalizan vemos con asco y hartazgo el oportunismo que conocemos desde siempre, y con el que resulta ofensivo que a estas alturas nos la quieran dar.
Yendo por partes. A nadie que viva en un barrio le engaña un vivo que sólo lo pisa para montarse un espectáculo de luz y sonido y a ser posible porrazos, transitando una ruta que lleva ya demasiado tiempo abierta por otros como para que el truco no se le vea. Lo que intentó la ultraderecha populista el otro día en Vallecas es una caricatura de la estrategia de Marine Le Pen para crecer en Francia a costa del proletariado urbano abandonado por la izquierda patricia francesa, pero ni esto es Francia, ni la copia lució nunca con el lustre que sólo alcanza el original.
Tampoco, de otra parte, engaña ya a nadie la maniobra de quienes sólo reivindican el barrio para contraprogramar el show de los anteriores, movilizando sin movilizarlos (como si pudiera colar) a sus cachorros violentos, esos tipos sin frenos ni cabeza que ya saben que van a responder a cualquier desplante con un derrame de testosterona. Generan así la imagen que codician: el barrio rechazando a los intrusos, en nombre de un espíritu que tan sólo ellos encarnan, porque sólo ellos berrean y cocean.
Lo peor son los discursos a posteriori, cada uno justificando y enalteciendo su heroico desempeño. Quienes iban a buscar la gresca, culpando a diestro y siniestro para aparecer como las únicas víctimas de una confrontación que creen rentable. Los que querían que hallaran la gresca y cuidaron de procurársela, tuiteando sobre pijos que van a provocar y chicos de barrio que defienden la dignidad de su hábitat. Resultaría cómico, si no fuera tétrico, oírles blasonar así del barrio y despotricar de los pijos a quienes tienen en primera fila a adquirentes de chalés próximos a la sierra, facturadores de cientos de miles de euros y gente que procede de entornos donde se cultiva la equitación. Y a quien tanto alardea de defender a los policías podría exigírsele que hiciera algo más por evitar que acaben en el hospital.
Ya es lamentable que en mitad de una pandemia y con otras prioridades acuciantes tengamos que afrontar un proceso electoral costoso e innecesario, pero ya que estamos, que alguien les diga a unos y otros que desde hace mucho tiempo (desde siempre, en realidad) la función no va ni de pijos ni de gente de barrio, sino de comportamientos decentes y honestos y actitudes deshonestas e indecentes, que tan al alcance están del que nace en el barrio de Salamanca como del que nace en Entrevías. Y eso nadie lo sabe mejor que quien no sintió nunca el apremio de huir del espacio donde se crio para tratar de aspirar a más.
Todas estas prestidigitaciones parecen partir de la asunción de que la gente, especialmente la de barrio, es imbécil. El día 5 veremos en las urnas el premio que unos y otros han cosechado. No pinta que vayan a poder salir a celebrar ninguna victoria.