Una se pregunta en qué especie de distopía vive cuando oye a diputados y miembros del Gobierno alentando o justificando la violencia contra los miembros de otro partido.
Cuando agredir a un policía no es motivo suficiente para expulsar de una formación política a un cargo público. Ni siquiera con una sentencia de por medio.
Cuando los partidos que jamás se han tomado la molestia de condenar los asesinatos de ETA suscriben una declaración institucional conjunta para clamar contra "el auge de la violencia fomentada por la extrema derecha".
O cuando se nombra vicepresidente del Gobierno a alguien que llama a la policía "matones al servicio de los ricos" o al que le emociona "ver a alguien jugársela contra un antidisturbios".
Dice Pablo Iglesias que en democracia "no todo es tolerable; el fascismo, el racismo, los ataques al feminismo y la intolerancia, eso no es aceptable en democracia, y eso lo tiene que tener claro todo el mundo".
De esa afirmación, bastante común en la izquierda, se extraen varias conclusiones.
La primera de ellas es que es Pablo Iglesias, o cualquiera que esté a ese lado del espectro político, quien define qué o quiénes tienen cabida en la democracia. En este sentido, no importa tanto lo que se nombra (con lo que estaríamos de acuerdo) sino lo que se omite.
En segundo lugar, y dado el contexto en que se hace esa afirmación (lo ocurrido durante un acto de Vox en Vallecas), combatir mediante la violencia a cualquiera al que se le atribuyan los rasgos mencionados está plena y absolutamente justificado.
Ante afirmaciones como la de Pablo Iglesias, o ante las excusas de largo de falda de tantos opinadores, la reacción de la derecha suele resumirse en un "nos llaman fascistas, pero los fascistas son ellos".
Yo creo que no es así. En la lista de Pablo Iglesias de lo que no es tolerable en democracia falta el comunismo. Y eso, que podría parecer poco importante, resulta clave para entender por qué ejercer la violencia contra según quién parece estar justificado.
Los judíos han mantenido viva la memoria del Holocausto y del horror nazi. Y han hecho bien. Porque, de otro modo, ese antisemitismo que sigue latente en la sociedad europea, y sin el cual el Holocausto no hubiese sido posible, habría acabado banalizado primero y blanqueado después.
Pero, a pesar de esa apelación a la memoria, el antisemitismo sigue ahí. Disfrazado por la izquierda de antisionismo, aupado por la ola de proislamismo multiculturalista, o simplemente agazapado en esos prejuicios atávicos de los que Europa, a pesar de todo, aún no se ha desprendido.
Sin embargo, los crímenes del comunismo no han corrido la misma suerte. Hasta hace nada, no sólo no han encontrado quien los recordase, o quien los condenase, sino que sus símbolos y los rostros de personajes tan siniestros como Lenin o el Che Guevara se han convertido en iconos pop, sin que causen el mismo horror que una esvástica o la cara de Adolf Hitler.
Tuvo que ser la caída del muro de Berlín y la creciente importancia en la UE de países que padecieron en sus carnes el comunismo, o que fueron obligados a formar parte de la URSS, lo que propició que se empezara a equiparar el comunismo con el nazismo y el fascismo.
El reconocimiento oficial de esa equiparación y del Black Ribbon Day vino de la mano de la resolución del Parlamento Europeo de 2009 "sobre la conciencia europea y el totalitarismo". A partir de ella, pasó a conmemorarse el Día Europeo de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo.
Se eligió para esta conmemoración el 23 de agosto. El día en que, en 1939, se firmó el Pacto Molotov-Ribbentrop entre la Unión Soviética comunista y la Alemania nazi. Con él, los dos regímenes totalitarios pretendían "conquistar el mundo y repartirse Europa en dos zonas de influencia".
El pacto supuso la invasión de la República de Polonia "en primer lugar por Hitler y, dos semanas después, por Stalin". También supuso que la Unión Soviética "comenzara, el 30 de noviembre de 1939, una agresiva guerra contra Finlandia y, en junio de 1940, ocupara y se anexionara partes de Rumanía y las repúblicas independientes de Lituania, Letonia y Estonia”.
El entrecomillado se corresponde con la resolución del Parlamento Europeo, también del 19 de septiembre de 2019. En ella se afirma que "los detonantes de la Segunda Guerra Mundial no fueron el tratado de Versalles ni los acuerdos de Munich de octubre de 1938, sino el Pacto Molotov-Ribbentrop" y se condena de nuevo, por igual, los regímenes nazi, fascista y comunista.
Hay países, como Alemania, en los que esa condena, y la prohibición de partidos de cualquiera de esas ideologías, están en su ordenamiento jurídico.
En España, no. Aquí tenemos un partido comunista integrado en la coalición de gobierno, una vicepresidenta del Partido Comunista, y un exvicepresidente y candidato a las elecciones de Madrid que se declara comunista.
Y así, multitud de políticos que blanquean y enaltecen un régimen criminal y que, por lo mismo, se sienten moralmente autorizados para justificar la violencia contra los que ellos llaman fascistas.
La equiparación de nazismo, fascismo y comunismo es la segunda transición pendiente en España.