De no dar crédito: ¡una fiesta del amor! De nuevo, hombres y mujeres entregados con fruición al gozo, a la seducción, al coqueteo, a la pillería, al placer, a gustarse, a amarse, a cantar, a bailar, a hacer lo imposible por estar juntos y ser cómplices, a derrotar a los prejuicios, al odio y a la muerte, a conquistar la libertad y la alegría.
Todo eso, en el teatro, claro. En Castelvines y Monteses, toda una invitación a la vida en estos tiempos oscuros, de congoja y de aparente (al menos) recelo entre los sexos. ¡Pero cómo! Ya basta.
La obra que podemos ver (¡ojalá vayan a verla!) en el Teatro de la Comedia trasciende su muy alta calidad como montaje y hecho escénico. Es una experiencia jubilosa para el espectador y una propuesta para volver a vivir con entusiasmo las relaciones entre hombres y mujeres. El mensaje (¿por qué no llamarlo así esta vez?) viene al pelo.
Sergio Peris-Mencheta, el muy afortunado director de la función, ha hecho un comentario muy atinado a propósito de los muros y las puertas de la escenografía. Ha recordado unos versos de una canción del cubano Carlos Varela. Dicen: “Desde que existe el mundo/ hay una cosa cierta/ Unos hacen los muros/ y otros las puertas”.
Si Shakespeare, en Romeo y Julieta, mantuvo el destino trágico de los aciagos amantes de Verona, Lope de Vega, gran amador, los condujo entre risas a un final feliz en Castelvines y Monteses.
Julia y Roselo (y sus compañeros, ellos y ellas, de algarabía y deseo) encuentran con resolución el modo de abrir las puertas de los muros impuestos por el odio y las querellas familiares de los viejos valores.
Y, cuando no abren las puertas, saltan los muros. Tanto da. El afán consiste en dar paso al amor y también a la libertad. En la canción de Varela hay, por cierto, otros dos versos interesantes: “Que la libertad sólo existe/ Cuando no es de nadie”. Ojo, que hay ahí un recado político de urgente actualidad.
Con música en directo y grabada y con trece estupendos actores que se entregan hasta la extenuación a la fiesta (pues de una fiesta se trata), Peris-Mencheta ha convertido Castelvines y Monteses en un musical, un musical con todas las de la ley, que sigue las estrategias de Broadway y se inunda de mediterraneidad con las vitalistas canciones italianas de los años 60, sobre todo, que (de Modugno a Battiato, pasando por Pavone) se tocan, se cantan y se bailan sin resuello durante la función.
Mensaje, decía. Cuidado. Aquí lo que hay es un contagio, un contagio de pasión y de gozo, de desinhibición y de soltura, de joie de vivre (¡buena falta hace!), que llega a la platea como una reconstituyente lluvia de vitaminas.
El público, un día normal, aplaude al final puesto en pie. No como quien reconoce un mérito (que también), sino agradeciendo el regalo incalculable de haber disfrutado durante más de dos horas y de salir de la sala con ganas de prolongar la alegría recuperada.
Esto no es una crítica (otra vez será), como habrá comprobado el lector. Es el resultado de un contagio que, este sí, vale la pena extender. El contagio del gozo. Del gozo del amor y de lo hecho con amor, inteligencia y detalle. Peris trae a escena el célebre soneto de Lope, que termina así: “…esto es amor, quien lo probó lo sabe”. Vale.