Las elecciones madrileñas se están viviendo casi como unas generales, España entera se vota encima y el debate público se instala en la hipérbole.
Representantes de la cultura (léase la lista con melodía de Joaquín Sabina: un rapero condenado, una escritora con hija en la Falange, el hermano de un actor con Oscar, la del sucedáneo carabanchelero de Le Petit Nicolás… estaban todos menos tú) alertan del avance imparable del fascismo, toma ya, tras 26 años, ahí es nada, de infierno en vida.
Nuestras libertades y derechos en peligro y nosotros a por uvas. Rocío Monasterio nos explica el dineral que nos cuesta cada mena, esos delincuentes que siembran el terror. Y Mónica García, médico y madre, que los hombres matan y violan.
Se duda de las amenazas de muerte y de la sangre, se cuestionan los asaltos y las agresiones. Se condenan, a veces sí y a veces no, depende.
O se hace con la boca chiquita y mediante esa opción tan Arnaldo Otegui de condenar toda violencia para evitar condenar expresamente una en concreto, la que toca condenar.
Se acusa al contrario de alentar el vandalismo callejero, independientemente de lo que haya hecho uno mismo al respecto hace dos días, confiando en la amnesia anterógrada del ciudadano de infantería.
Unos ordenan no sonreír y, otros, abandonar debates. Y, ante eso, unos siguen sonriendo y defendiendo sus ideas y otros prefieren levantarse y salir de allí, con histrionismo e impostada indignación, como si en lugar de políticos fuesen niños mimados a los que se ha negado un caramelo.
El resto, como vacas que ven pasar trenes, esperan a que sus asesores les indiquen qué conviene más, cuál es la reacción que contentará a la turba enfurecida del like y el unfollow, políticos con alma de instagramers (si los androides sueñan con ovejas eléctricas, algunos candidatos lo hacen despiertos con puestos de defensor del pueblo al tiempo que discursean y esperan que pase ya todo).
Este maximalismo vacuo, fuegos artificiales de las ideas, lo único que evidencia es la necesidad de trasladar de nuevo el campo de juego desde los extremos, donde se pretende que se desarrolle, a todo lo que queda entre ellos, donde se debería.
La trampa está en permitir que sean los calificativos adjudicados previamente los que cuantifiquen la legitimidad de los actos y las ideas, cuando en realidad son esos actos y esas ideas las que determinan qué calificativo corresponde asignar.
Ya no se trata de aquello tan criticado de comunismo o libertad, ni de un ultraderecha o nosotros (no puedo evitar recordar aquella portada gloriosa de Hermano Lobo: "Nosotros o el caos").
Ahora se trata ya de populismo y actitudes totalitarias frente a democracia. Y toca elegir.