A las 13:00, Mónica García se solidarizó con la ministra Reyes Maroto y preguntó: “¿Cuántas amenazas más hacen falta para que Isabel Díaz Ayuso deje de avalar la política del odio de la extrema derecha?”.
Maroto, futura vicepresidenta económica de un hipotético gobierno de Ángel Gabilondo, acababa de hacer pública la recepción de un paquete amenazante: un sobre con una navaja manchada de sangre.
La semana pasada, los amenazados por correo postal fueron el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, la directora de la Guardia Civil María Gámez y el líder de Unidas Podemos y candidato a presidir la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias.
No hay motivos para dudar de la autenticidad de las amenazas, y tampoco se puede dudar de que fueron convenientemente instrumentadas por beneficio electoral. De esta manera, se interpretaron como la consecuencia lógica de la intolerable crispación que la derecha habría insuflado en la esfera pública.
La amenaza a Maroto encajaba a la perfección en este relato y contribuía a apuntalar la disyuntiva en que la izquierda quiere enmarcar los comicios del 4 de mayo: fascismo o democracia.
La navaja ensangrentada enviada a la ministra sería la confirmación de que la amenaza fascista es real y que los madrileños tienen la obligación de frustrarla en la urnas (curioso fascismo que acepta el veredicto de las urnas).
Pero la narrativa del no pasarán se frustró cuando se hizo pública la identidad del remitente. No fue difícil, pues había escrito su nombre y dirección en el sobre. Se trata de un vecino de El Escorial (Madrid) diagnosticado con esquizofrenia.
Además, las informaciones posteriores han revelado que su obsesión con la ministra era conocida por la policía. Cabe intuir que este no es el primer envío que realiza. Será que los anteriores no llegaron en campaña.
Muchos políticos dicen recibir amenazas a diario. No las hacen públicas para evitar el pánico social y para prevenir la imitación. Comunicarlas no tiene sentido salvo, claro, que consideren que pueden rentabilizarse electoralmente.
Cuando los partidos políticos confían su suerte a convencer a los electores de que existe una amenaza fascista, toda exageración, todo gesto de victimismo se considera aceptable.
El PSOE ha aprovechado el fin de semana para coger oxígeno y articular un relato que descargue la responsabilidad sobre Vox y su supuesta valedora: Isabel Díaz Ayuso.
La negativa de Vox a condenar las amenazas de la pasada semana no contribuye a apaciguar los ánimos, pero ese es su objetivo: alimentar de urgencia una narrativa inversa, igualmente falaz.
La revelación sobre esta amenaza no desestima la gravedad de las anteriores, pero deja al descubierto la estrategia de una izquierda que ante las bajas expectativas electorales ha decidido presentarse como un Frente Popular, desesperado por ser dique de un fantasmagórico fascismo.
Lo grave no es el engaño, sino la pretensión de negar la legitimidad democrática no sólo de Vox, sino de un Partido Popular que, si la demoscopia no engaña, será el partido más votado en Madrid.
El relato del fascismo se ha tejido para satanizar al adversario y ayer se vino abajo. No hay riesgo de fascismo, pero este proceso de engaño y deshumanización demuestra que la amenaza a la democracia ya se ha consumado.