Todo el mundo sabe que uno camina por Madrid y se te van metiendo los ex en los ojos, como los ácaros, como el humo de los coches, como los fantasmas de la vida vieja. Tiene razón la señora Ayuso, en charla esta mañana con Alsina, en que en una ciudad como ésta, tan tocha, tan densa en población, tan variopinta, al final, tan esquizofrénica y hermosa y díscola -una ciudad cuyo principal reclamo es poder cambiar de vida siempre que la nuestra no nos convenza, algo que pasa muy a menudo-, lo normal sería poder deshacerse de los novios del pasado y no topártelos nunca más, pero como dice mi amigo Daniel Mediavilla, para eso antes te tienes que extirpar la córnea, y oye, tampoco es plan.
Madrid tendrá muchos dones, que los tiene, pero aún no ha adquirido el esoterismo ese de no enfrentarte continuamente con tu pasado, de no tirarte las malas decisiones a la cara, de no recordarte quién fuiste ayer, ni en qué barra encallaste, ni en qué portal besaste al hombre más feo de la Unión Europea que luego te trajo por la verdadera Calle de la Amargura, ni en qué verbena de San Isidro te colocaste aquel vestido de flores que te hizo viajar a través de la noche y conocer fortuitamente al chaval ese que luego te querría tantísimo y que tú nunca te tomaste demasiado en serio: cómo duele también que nos amen, ¿verdad?
La existencia en Madrid, afortunadamente para nosotros, es mucho más interesante, disparatada y paradójica que una de esas bazofias de películas de Jonás Trueba -como La virgen de agosto- en las que una perturbada hija de la cultura de los chacras va conociendo sorpresivamente a varios muchachos para reventarles la vida: mira, no, Jonás, aquí en Madrid somos responsables y tenemos un cupo más o menos limitado de vidas por hundir. Aquí nos hacemos cargo del espíritu de nuestros ex, quizá porque el mundo se encarga de colarlos en nuestro vagón de metro, en la sección de congelados del súper o negociando máquinas de escribir inservibles en el Rastro.
Al ex te lo comes: eso es así. El ex te asalta en el último callejón del barrio, de eso jamás escaparemos, y lo único que nos queda es encomendarnos a la virgen de Atocha porque esté más feo, más calvo, con suerte más gordo, más hueco de las antiguas gracias, más envejecido y cansado, todo para que puedas elevar a los cielos un angustioso agradecimiento de “señor, me dejaste esquivar esa bala” y no volver a hacerte preguntas terribles como “¿por qué dejamos de hablar?”, “¿de qué nos reíamos tantas horas en tantos sitios?”.
Si podemos elegir, mantengamos en nuestras plegarias el no verle con una nueva novia -o novio- despampanante, símbolo último de su supervivencia sin ti, de una vida mejor que se reinauguró cuando tú metiste el portazo o cuando te lo metió a ti en el morro alto y se te puso la cara de Sabina en 19 días y 500 noches. Si podemos elegir, mantengamos en nuestras plegarias encontrarnos al notas tomando café en las terrazas frente al Palacio Real con su nueva pareja en largas horas sin hablar, toqueteando los móviles, mirando con asco al tendío, bajo esa extraña fuerza que mantiene unidos a los amantes que ya no tienen nada que decirse. En el mejor de los escenarios, diremos como decía el sabio Pedro Ruiz: "Cuando veo una exnovia mía con otro, pienso 'qué felices somos los tres’". Pero ese trabajo a veces lleva toda una vida.
Sólo a eso podemos aspirar: porque igual que tus ex determinan, de algún modo, la espesa calidad -o el tremendo malogramiento- de tu vida, igual que te devuelven la mirada de quién has sido -tú eres tus ex, y te jodes-, ellos siguen habitando casi siempre el lugar donde los conociste, donde saliste con ellos, donde cenaste, la taberna mítica derramada en las tardes, el teatro preferido. Inevitablemente, aunque en Madrid andemos exhaustos a opciones, nos movemos sigilosamente por una subciudad, por un distrito afectivo, por las casas de nuestros amigos y por el centro de trabajo y por los rincones que nos garantizan la alegría. Y la alegría es cosa manoseada, cosa currada, cosa vivida: cosa vieja.
Es lógico que la mentalidad neoliberal de nuestra presidenta asuma que somos animales infinitos y que derraparemos incansablemente por las alternativas -por los restaurantes de moda, por las discotecas pintonas, por las calles prometedoras-, y es así algunos ratos, cuando tenemos tiempo y dinero, pero pasa menos de lo esperado porque, en el fondo, somos bestias de costumbres, somos reincidentes y orgullosos, somos lugares míticos que nos conforman y no nos entendemos sin ellos. Sin ellos nos perderemos en la inmensidad de una ciudad reventada de ansiedades.
Tú te crees que vives en Madrid y que eres un crack, pero una tarde te echas un cigarro a las puertas del Thyssen y ves de lejos a un pavo que te mira como un gato hechicero en las calles del verano y sabes que dormiste con él: al final no se puede odiar a alguien a quien se ha visto dormir, no del todo. Aquí en la capital nos hemos confiado, y es técnicamente tan improbable encontrarse a un ex que te relajas y te lo acabas encontrando: no falla. Lo peor es que esa terrible ciencia te zarandea y terminas por pensar que es una señal. Spoiler: nunca lo es.
Yo no sé dónde están los ex de Ayuso, pero los míos están por todas partes, esto es más viejo que la guerra. Ni siquiera lo digo yo, lo decía Cavafis:
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Que disfruten ustedes del paseo.