La llamaban loca. Como en la canción de José Luis Perales. De la burla condescendiente a la estupefacción. Ese es el camino que ha recorrido Isabel Díaz Ayuso en el imaginario de la izquierda desde el mismo momento en que, adelantándose a cualquier cosa de Pedro Sánchez, decidió cerrar los colegios de Madrid y enfrentarse a la pandemia.
La audacia sin cálculo (no confundirla con la del presidente Sánchez) ha dado el mejor de los resultados posibles y ha convertido a una candidata improbable y por descarte en un icono de estampita y legión de fans.
Su aplastante victoria ha dejado claro que cuando a los ciudadanos se les ofrece sentido común, los ciudadanos responden. Pero quizás ha sido necesaria una situación tan excepcional como la pandemia para que esto que parece obvio se haya convertido en realidad.
Que los votantes llevan años desconectados del onanismo político, de los códigos del politiqués, de los discursos vacíos y de los lugares comunes (“como no puede ser de otra manera”) es algo que llevamos años sabiendo los que analizamos pero no nos dedicamos a la política.
También, que la gente ha tirado la toalla en lo que a sus representantes se refiere y que por lo general ya sólo se les pide que molesten poco, no creen problemas y cuesten lo menos posible.
Y de pronto se encarama al escenario una mujer que habla como el que le escucha, con poco o ningún filtro, con mucho margen para la respuesta inesperada y hasta con humildad.
Pero lo más sorprendente es que toma decisiones (arriesgadas, las más de las veces) y lo hace basándose en el criterio de quienes saben más que ella. Un cerdo con alas. Un unicornio de colores.
Y sobre todo se enfrenta al presidente Sánchez. Como un David ante un Goliat ensoberbecido que lo tiene todo en sus manos para ganar y para humillar, menos la empatía.
Así, la batalla por Madrid deja de ser un asunto provinciano para convertirse en una cuestión nacional y en todas partes se oye un “ojalá aquí”.
La estrella se apaga. Para la mayoría, el declive de Pedro Sánchez empezó en Murcia. Con esa moción frustrada que mostró que quizás la infalibilidad de Iván Redondo y Sánchez empezaba a no ser tal.
La respuesta de Ayuso con la convocatoria de elecciones y la no moción en Castilla y León parecieron descuadrar una estrategia destinada a triunfar sólo por la inercia de los éxitos anteriores.
Le siguieron un par de rejones europeos y de ahí una campaña electoral en la que el tufo al fracaso lo ha impregnado todo hasta tal punto que ni dejaron comparecer a Gabilondo en Ferraz, no fuera a ser que contaminase toda la sede con su derrota.
Y ese Pedro Sánchez en estado de gracia empieza a oler a muerto. No necesariamente porque haya datos objetivos que lo avalen, sino porque la misma insondable razón subjetiva que ha hecho que su pésima gestión de la pandemia apenas le pasase factura, hoy hace que mirándole a la cara uno piense que la suerte (o lo que sea) ya no la tiene de cara.
El chivo expiatorio. 4 de mayo, el Día de la Expiación en Galapagar. Pablo Iglesias pone fin a su partido personalísimo abandonando a los electores a los que venía a representar.
Sin más épica que la nómina a esfuerzo cero ni más ética que el poder sin más. Así era el cielo que venía a asaltar.
Se va (¿?). Gracias.
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