Desde 1808, el ministerio que se ocupa de la cosa judicial se llamó de Gracia y Justicia. En la dictadura de Primo de Rivera se cambió su nombre por el de Justicia y Culto, y la II República lo dejó en Justicia a secas. Pero durante más de un siglo, en el frontispicio del negociado gubernamental encargado de las togas campeó esa palabra, Gracia, que en estos días vuelve a estar de actualidad, a propósito del indulto de los políticos presos por arrogarse facultades constituyentes en contra de la Constitución y por tratar de hacerlas valer mediante una algarada que acabó calificada como sedición en sentencia del Tribunal Supremo.
(También por gastarse el dinero de todos los catalanes en maniobras sólo convenientes para los que los votaron y que no tenían la cobertura legal necesaria, cosa que suele olvidarse).
Es pertinente recordar aquel antiguo nombre porque era el que tenía el ministerio cuando se aprobó la vetusta ley de 1870 bajo la que ha de dilucidarse la medida redentora de la privación de libertad para los dirigentes independentistas. Esa ley exige unos informes que ya han sido evacuados, tanto por la fiscalía como por el tribunal sentenciador, en sentido contrario, o muy contrario, a aplicar en este caso concreto la medida de gracia.
Se aducen para rechazarla razones en las que aquí no se va a entrar, y no porque el criterio del Tribunal Supremo no pueda cuestionarse, en términos políticos o incluso jurídicos, como de hecho se está haciendo desde diversos frentes; sino porque a la larga, y a efectos de apreciar la pertinencia de una medida que es excepcional y tiene hondo calado, lo que hay que preguntarse es en qué medida resulta útil para encauzar el serio problema que le ha planteado a España la deriva secesionista catalana.
De entrada, hay que aceptar que el indulto, e incluso la amnistía, hoy excluida por prescripción constitucional, pueden ser y han sido históricamente herramientas válidas para resolver problemas complejos de las sociedades. Y la española no es en absoluto ajena al expediente, que se ha aplicado con algún éxito en casos graves o muy graves. Pensemos en la amnistía de 1977, sin ir más lejos, pero son muchos otros los precedentes, desde aquel Perdón de Todos los Santos que dio el emperador Carlos V en 1522 al grueso de los implicados en la revuelta comunera y que (con unos trescientos exceptuados, todo hay que decirlo) alcanzó a personas con delitos de sangre y de lesa majestad.
Sin embargo, resulta cuestionable, más allá de las dudas que pueda plantear su legalidad, una medida de gracia que se le otorga a un colectivo contumaz en su desafío al ordenamiento jurídico común, que no pierde ocasión de despreciarlo ni aun de proclamar su firme voluntad de hacerlo trizas, aprovechando, lo declaran ya sin tapujos, la existencia en Madrid de un Gobierno débil al que hay que exprimir antes de que pueda venir otro con mayor capacidad de respuesta a su órdago. Cuesta perdonar, por decirlo de modo coloquial, a quien va de perdonavidas.
Más allá de su posible ilicitud, un indulto así planteado, sin rectificación alguna ni propósito de los beneficiarios de redirigir sus pasos por una senda respetuosa con los principios que rigen la convivencia de los españoles, no sólo es un error político, sino un grave desatino estratégico. Equivale a malgastar de la peor forma posible una concesión extraordinaria, dándosela a quien no hizo por merecerla y sólo la usará como título de legitimidad de sus acciones y de su pretendida condición de agraviado.
Todas las razones que se intuyen para seguir adelante, en estas circunstancias, son malas o muy malas. Piénsese muy bien el Gobierno lo que hace y cómo lo justifica, porque puede que este uso de la gracia acabe siendo la desgracia en la que se deshagan, inútilmente, su futuro, su presente y su legado.