Recuerdo que, cuando lo configuré en el concesionario, me había decidido por un Mini blanco. Unos días después, se me cruzó por la carretera uno rojo, me cautivó y llamé al vendedor para cambiar el pedido. A Guillermo le pareció extraño, ya que sabía que llevaba semanas intentando decidirme por un color, y parecía que lo había conseguido; pocos días después me adelantó uno verde y… me sedujo del todo.
Ahora tengo, lo confieso, un Mini negro. Cambié otra vez de opinión, sí. Pero es un coche: no importa demasiado el color. Todos valen. Sin embargo, a una decisión política de enorme trascendencia tomada por un presidente del Gobierno se le debería exigir, cuando menos, solidez. También inteligencia, acierto y sentido de Estado. Pero, al menos, que se nutra de un razonamiento rebosante de coherencia. Y, también, otro mínimo es que no impacte contra las normas jurídicas en las que se enmarca y que, como consecuencia de todo ello, contribuya a la estabilidad sociopolítica de la nación.
Pedro Sánchez no niega que cambió de opinión sobre la concesión de indultos a los condenados por el procés. ¿Cómo podría? Todo el mundo que sigue la actividad política española sabe que ha hecho exactamente lo contrario de lo que aseguró, en numerosas ocasiones, que haría. Esto, lamentablemente, resulta demasiado frecuente en nuestra clase política. Pero eso no anula una cuestión que surge, de todos modos, con absoluta nitidez. ¿Puede un jefe del Ejecutivo cambiar drásticamente de opinión, y de acción, sobre uno de los asuntos que con mayor gravedad acucian al país?
Y, en segundo lugar, surge otra igualmente trascendente. Si lo hace, ¿resulta lícito su comportamiento?
Estas dos preguntas asoman con especial relevancia cuando se constata que los presos catalanes abandonan las cárceles, pero no las razones por las que hubieron de residir allí. Es más, como ellos mismos han señalado, salen de prisión con sus ideales y objetivos reforzados. Lo volverían a hacer. Lo volverán a hacer.
A la medida de gracia del Gobierno solo cabría encontrarle sentido si, con ella, de verdad concluyeran los problemas de convivencia en Cataluña. Y, aún así, resultaría del todo discutible. Los líderes independentistas cometieron delitos y la legislación establece unas penas determinadas por ello. Y todos somos iguales, también los que quisieron armar la república catalana, ante la ley. Pero quizá, y tras un notable esfuerzo, se podría entender.
Lo que resulta incomprensible es que este Gobierno, que igual que los demás no suele acceder a las peticiones de indultos (en 2019 concedió menos del 1% de las solicitudes, 39 de entre más de 4.000), haya redimido a los políticos presos (¿o son ahora, para Sánchez, presos políticos?) sin exigirles garantías que les obliguen a mantener un comportamiento constitucional.
El presidente Sánchez nos libera de las mascarillas (en exteriores) y libera a los independentistas a la vez. Con mala suerte, las dos decisiones pueden resultar desastrosas. El macrorrebrote de Mallorca y la amenaza creciente de la variante india de la Covid-19 nos obligan a preguntarnos si estamos preparados. Quizá no lo estemos.
Las pancartas y las manifestaciones de los defensores de la independencia catalana invitan a pensar que, tres años y pico después, nada ha cambiado para ellos. Nada han aprendido durante su reclusión. Sánchez, que defiende que este es el momento del perdón a pesar de que los perdonados no creen que hayan ofendido a nadie, tampoco parece haber aprendido gran cosa en la Moncloa todo este tiempo.
Esperemos que no sea este el trayecto de regreso a la casilla de salida en ambos asuntos. El cambio de opinión de nuestro presidente resultaría demasiado caro.