Se han cumplido 100 años de uno de los mayores desastres de la historia contemporánea de los españoles. No es el mayor porque compite con cuatro guerras civiles, pero, si se tiene en cuenta el peso que tuvo en el desencadenamiento de la cuarta y más devastadora y ominosa de todas ellas, podría situarse a la máxima altura en el inventario de nuestros fracasos trágicos.
En apenas dos semanas, quedaron tendidos al sol de África los cuerpos de 10.000 españoles, muertos por la respuesta feroz de varias tribus del Rif, la región nororiental de Marruecos, a la ocupación militar de su territorio en ejecución del tratado de Protectorado concluido en 1912 entre Francia y el sultán. A este arreglo se sumó España como comparsa para asumir el grueso de la sangre y del dolor: los que costaría someter el pedazo del imperio marroquí que siempre se había mostrado más remiso a acatar autoridad alguna. Para empujar a sus compatriotas a este desairado papel, y a pagar el peaje correspondiente, tenía alguno poderosos y concretos intereses, y algunos otros la promesa de una ganancia de gloria personal que se acabó cumpliendo.
Las complicidades regias en la disparatada dirección militar de la campaña, y su participación en los réditos de las minas de hierro del Rif, en las que se interesaron desde su descubrimiento conocidos testaferros de Alfonso XIII (reclamando su parte del pastel), están de sobra acreditados. También consta que los que medraron con las acciones bélicas previas y subsiguientes al desastre recibieron sus medallas y ascensos como premio a la incompetencia militar. Así lo dejó atestiguado el general Manuel Goded, que para zanjar aquella guerra, a partir de 1925, cambió de raíz la táctica y la estrategia seguidas hasta entonces.
De aquel desastre, llamado de Annual por el nombre del pueblo junto al que estaba el campamento del que partió la atroz retirada, salió la ya degradada monarquía alfonsina herida de muerte, como vaticinó en 1896 el visionario Ángel Ganivet. En su Idearium español pronosticó que una aventura colonial de España en África traería la república y luego una guerra civil. Para esta, fue la fábrica de combatientes: al golpe que en 1936 dieron algunos de los jefes militares africanistas (otros, como los generales Núñez de Prado o Pozas, que retomó Annual en 1926, defendieron la legalidad republicana) se opusieron, como ya advirtió Durruti, miles de obreros y campesinos que habían tenido en Marruecos instrucción y experiencia de combate.
El centenario de este acontecimiento central de la historia contemporánea de España, que supuso una auténtica refracción en nuestro devenir como sociedad, ha pasado sin pena ni gloria y en un silencio institucional que dice mucho de nuestra afición a la desmemoria y la memoria selectiva. Se ha recordado, sí, la hazaña de los jinetes del regimiento de Alcántara, que dieron su vida para proteger la retirada; pero no el valor ni las penalidades de otros que murieron con heroísmo similar, aunque algo menos vistoso, al pie de precarios parapetos, ni, sobre todo, las graves responsabilidades de aquellos que los arrojaron al sacrificio.
Un país más sano, más sólido y más digno, hace tiempo que habría recogido el episodio, con una decidida apuesta pública, en alguna iniciativa de fuste encaminada a honrar la memoria de las víctimas. Una película, una exposición, algo. Aquí, tras varios intentos siempre frustrados, el cine sigue sin hincarle el diente, por lo que no tenemos, por ejemplo, lo que un filme como Gallipoli es para los australianos. Ni una conciencia similar.
Fue una tragedia absurda y, por eso mismo, más decisiva. En 1898, José Álvarez Cabrera, un militar que conocía bien el terreno, escribió que entrar en el Rif era una “insigne locura”. Su libro lo imprimió el Ministerio de la Guerra. Eso lo dice todo.