Para Arévalo, un hombre de verdad es “un hombre que no es gay”. La intrascendencia de una definición para el concepto “hombre de verdad” formulada por un personaje como Arévalo en un programa como Sálvame hoy en día no puede ser mayor. Arévalo, famoso en su momento (su momento fue hace décadas) por sus chistes de gangosos y mariquitas, hace mucho que perdió pie en este baile. No porque nadie lo cancelase, que no hizo falta, sino porque nuestra sociedad madura y evoluciona.
Y ese humor dejó de tener gracia, desapareciendo poco a poco, como desaparecieron los casetes (de Arévalo también) de las gasolineras o los lazos de Don Algodón de las cabecitas de las niñas bien, hasta ser inapreciable. Por falta de demanda. Es Arévalo, pues, prueba de que donde algunos ven una sociedad abyecta y ruin, ente ajeno a los actores que la conformamos, lo que hay, en realidad, es una que a lo largo de su historia ha ido rectificando y ajustando, solucionando problemas tras identificarlos y paliando injusticias. Progresando de manera natural.
Pues esa intrascendencia, la puerilidad hecha frase, ha provocado un tsunami en redes. Un tsunami en redes es el equivalente al estornudo de un colibrí bebé en la vida real, les traduzco. Pero allí dentro se ha montado un gran estruendo y hay camisas rotas, grandes llantos y golpes de pecho.
La neoizquierda dospuntocero, tan woke ella, brama que la derecha en este país está desatada. Porque ahora Arévalo es La Derecha. Y la derecha es ultraderecha. Y la ultraderecha es todo lo que abarca desde el límite exacto de la extrema izquierda, casi bolcheviquesca, hasta el fin último de la verdadera ultraderecha, pasando por la izquierda, la izquierda normal, la moderada, el centro izquierda, el centro, el centro derecha, la derecha, la derecha radical, Motilla del Palancar, Villar de Chinchilla y Sa Dragonera. Todo esto que ves, hijo mío, es ultraderecha. Parafraseando al gran Santiago González, que habla y la clava, “hemos pasado de odiar a la ultraderecha a llamar ultraderecha a todo lo que odiamos”. Hasta el tofu es ultraderecha.
Elevando a icono de aquello que se detesta, a representante de Todoslosdemás, a cualquier zascandil impertinente, se devalúa al adversario. La jugada es buena: nos elevamos moralmente por persona interpuesta y desactivamos la legitimidad de pensar diferente. Además, nos batimos en un duelo ganado de antemano: hay pocos Arévalos y ya han perdido.
Pero con esto, perdemos todos en realidad. Porque el debate, el intercambio de ideas, se imposibilita. Porque no interesa solucionar problemas o avanzar en el conocimiento, lo que interesa es una excusa, la que sea, para justificar el desprecio. Y es más cómodo imaginar una derecha arevalizada contando chistes de gangosos que una en la que sus individuos piensen libremente, no por mala fe, sino por su derecho a llegar a sus propias conclusiones y defenderlas, aunque difieran de las nuestras. Una derecha informada y que reflexiona, que expone. Una derecha cayetanizada. E, incluso, contemplar que pueda estar de acuerdo en algunos asuntos, como que las declaraciones de Arévalo sean un dislate totalmente anacrónico.