El ejercicio es sencillísimo. Imaginen a un miembro del Congreso de los Diputados, el que más rabia les dé, y siéntenlo mentalmente frente a un youtuber. Si, como yo, no tienen ni idea de youtubers, instagrammers, tiktokers y toda esa caterva de posmodernos profesionales, imaginen a alguien random con las cualidades propias de un ser vivo racional vestido raro. ¿Ya lo tienen? Perfecto. Imaginen que el individuo número dos expresa la siguiente opinión:
Deberíamos comprar armas, cócteles molotov, y pum. Porque es lo que están haciendo con nosotros.
Imaginen al diputado, este dato es importante por la relevancia pública y representativa que el cargo implica, en base a vaya usted qué asociación mental inmediata, preguntando lo siguiente:
¿Qué hay que hacer con los transexuales?
Yo he puesto transexuales, pero ustedes pueden poner “negros”, “mujeres”, “ancianos”, “diseñadores gráficos”, “murcianos” o “pelirrojos”. Cualquiera sirve (excepto “hombre blanco heterosexual”) pero son especialmente clarificadores los colectivos identitarios y minoritarios en riesgo de exclusión social o de sufrir algún tipo de injusticia y desigualdad.
Imaginen ahora que la respuesta del individuo número dos, sin inmutarse siquiera, fuese: “Matar. ¿Está mal matar? Sí. A veces, no. Pero es que yo ya veo que o nosotros matamos o nos matan a nosotros”.
Fórmense una opinión, reténganla. Y, ahora, volvamos a la realidad. Contaré hasta tres, chasquearé mis dedos y abrirán los ojos. Y entonces reproduciremos el diálogo tal y como se desarrolló en realidad entre Gabriel Rufián y Esty Quesada (que yo no sabía quién era, ni falta que me hacía. Parafraseando a Álvarez de Toledo: “No te lo perdonaré nunca, Rufián, nunca”):
¿Qué hay que hacer con VOX? Matar.
¿Está mal matar? Sí. A veces, no. Pero es que yo ya veo que o nosotros matamos o nos matan a nosotros
¿Han cambiado su opinión sobre el hecho en sí? ¿Les parece grave, nada grave, muy grave? ¿Menos grave, igual de grave, más grave?
La primera opción que tendríamos es encuadrar la oración en la farsa del caricato. Sería todo una representación hiperbólica y exagerada de un personaje estrafalario que vive de la provocación y la sátira más brutal y descontrolada. Lo perverso de esta opción es que, hoy en día, nuestra versión ficticia de los hechos sería inaceptable y, la real, una simple boutade inocua. En idéntica situación.
Si se hubiese dicho lo mismo sobre, es un poner, los homosexuales, es muy posible que se hubiese montado la de las Navas de Tolosa y tachado la ocurrencia de intolerable declaración. Tomen como ejemplo, por no irnos muy atrás en el tiempo, el anuncio de Snickers protagonizado por Aless Gibaja y retirado tras el movidón, con disculpas incluídas, y multiplíquenlo por doscientos. O las recientes e impertinentes declaraciones de Arévalo en televisión. Y eso que en ninguno de los dos casos se habló, ni remotamente, de matar o agredir.
La segunda opción sería identificarlo como alocución de orden performativo. La frase, pronunciada por una influencer que en el mismo vídeo se jacta de decir siempre la verdad (“no he dicho una mentira en mi vida, siempre digo verdades por muy brutales que sean”) y de que sus prédicas inciden en sus seguidores (“la gente me lo dice: me has influido”) podría ser tranquilamente interpretada como una llamada directa a la acción. Inquietante, ¿verdad?
Yo me inclino por la primera opción. Quiero creer que no es la manifestación de una voluntad real de matar a nadie, ni una arenga a la violencia organizada hacia un colectivo por razones ideológicas. Eso hace que no me crea nada de lo dice. Porque si en la misma entrevista y con el mismo registro afirma no mentir nunca, querer suicidarse y querer matar a cualquier miembro de Vox, o la creo en todo o no la creo en nada.
No estoy capacitada para el ejercicio de funambulismo que supone creer sólo aquello que me reafirmaría en mis posiciones. Así pues, creo que miente, que no piensa en suicidarse y no quiere matar a nadie. Pura pose extravagante.
Creo, puesto que la presupongo actuando, que la libertad de expresión, enmarcada en esa libertad creativa, la ampara. Porque lo hace con los ingeniosos y los talentosos, pero también con los cretinos y los zotes. Con lo que nos gusta y lo que no, lo que nos divierte, lo que nos aburre, lo que nos inspira y lo que nos repugna. Y precisamente creer en la libertad de expresión implica creer también en ella cuando no se comparte lo expresado.
Me pasa exactamente lo mismo con Esty Quesada que con Arévalo, que no me apetece escucharles y no me puede interesar menos lo que digan. Y espero que acabe ocurriendo con las Estys Quesadas de hoy, que desean la muerte a todo el que piensa diferente, lo mismo que ocurrió con los Arévalos de ayer y sus chistes de gangosos y mariquitas: que desaparezcan del panorama, no por censura impuesta, sino por desinterés común hacia lo despreciable.
Pero me parece bien que, mientras eso ocurre, puedan excretar sus dislates. Porque se retratan. Y, de paso, nos retratan a todos: a los mezquinos Rufianes, a los escandalizados exclusivamente con las imbecilidades de un lado, a los del otro e, incluso, a los que hasta cuando defienden a según quién necesitan ponerse de perfil y andarse con vayapordelantismos. No vaya a ser que.