Hoy se cumplen veinte años de los atentados del 11 de septiembre. De ese momento en el que el pueblo estadounidense perdió la inocencia y el resto supimos, sin asomo de duda, que a partir de aquel día el mundo iba a cambiar.
El estupor. La convicción de un antes y un después y de que muchas, muchísimas certezas caían con esas torres y que lo que ocurriera en adelante, sin excepciones, nos iba a afectar.
No era el primer atentado islamista, pero sí el que comenzó a tejer en la sociedad occidental un sentimiento tan primario, persistente y fácil de invocar como es el miedo.
Al Qaeda, Jabhat al-Nusra, Daesh, Boko Haram, Hezbolá, nos son ya nombres familiares. Del mismo modo que Irak, Afganistán, Siria, Irán, Nigeria, Libia o el Magreb forman parte de nuestra geografía particular, como hace décadas lo fueron otros escenarios de guerra y violencia.
Los atentados de París, Londres, Berlín, Barcelona, Bruselas y tantos otros ocurridos en suelo europeo nos han enfrentado al hecho de que hemos construido una sociedad en la que no estamos a salvo. Pero, sobre todo, conocer el origen y las circunstancias de sus autores, ni nacidos ni llegados de lejanos países, sino de nuestros propios barrios.
Sabemos que el paraguas del multiculturalismo, lejos de protegernos, nos ha dejado a la intemperie, falsamente inmunes gracias a esa autocomplacencia ciega y a esa superioridad moral de la que nos investimos (porque somos mejores, por eso nuestra empatía es mayor y nuestra comprensión es infinita).
Y poco importa que esa sensación de superioridad, ese paternalismo de espíritu tan ¿colonialista?, se contradiga con una teoría que nos iguala a todos y que no juzga a nadie, sean cuales sean las costumbres y colisionen o no con nuestros derechos. Los más básicos.
Porque, al final, no se trata de respeto, sino de miedo.
Lo último, la decisión de la falla Duque de Gaeta-Pobla de Farnals de no quemar una medialuna para no ofender a los musulmanes tras la protesta de un grupo de paquistaníes de un barrio cercano.
Ha sido por respeto, dicen los de la falla. Yo creo que no, que ha sido por miedo. Por ese que no recuerdo que se haya sentido nunca en el mundo fallero hasta ahora. Porque si algo es sustantivo en las fallas es la irreverencia, la chanza, la burla inmisericorde contra todo y contra todos (personas, símbolos, autoridades, famosos, gente corriente, vicios y virtudes). Sin consecuencias.
Ese es su espíritu, ese ha sido siempre su espíritu. Y tanto los valencianos como las miles de personas que se unen a la fiesta todos los años, así lo han entendido.
Pero hay quien no. Y porque el miedo se huele y la debilidad de una sociedad también, no bastó que la comisión fallera se deshiciese en disculpas en árabe y español, redactase un comunicado oficial, por supuesto indultase la figura de la medialuna y contratase una grúa para retirarla con la supervisión de los pakistaníes que habían exigido su retirada.
No, llegado el momento, no fue suficiente. Hubo que quitar también la figura de la mezquita de cartón piedra y, ya que estaban, la misma noche de la cremá, un grupo de pakistaníes les hicieron retirar todo aquello que consideraron ofensivo, como unos arcos de estilo vagamente árabe que adornaban la falla, por aquello de que, ya puestos, la arquitectura también es sagrada.
Una vez más, la comisión fallera insistió en que les movió el respeto. Déjenme decirles que quienes les instaron a ello saben que no.
Como lo saben en los barrios de las ciudades europeas en los que han impuesto su ley, que no es la del resto de sus conciudadanos y tampoco la de los que huyeron de sus países para no tener que convivir con gente como ellos.
Saben que es miedo y saben también que cuentan con un inesperado aliado en una izquierda capaz de abjurar de todos sus principios (empezando por el feminismo) con tal de complacerles.
Una izquierda que les disculpa si atentan en Barcelona, si matan en Kabul o si cuelgan de una grúa a un homosexual en Teherán.
Una izquierda para la que el burka o el nicab son poco menos que trajes regionales y en ningún caso símbolos de sumisión femenina.
Una izquierda que anida en sus filas (en Barcelona en Comú, por ejemplo) a políticos que abogan por imponer la sharia.
Veinte años del 11-S. No le llamen respeto, que no les creo. Llámenle complicidad. Llámenle miedo.