Una ve las fotos y lo sabe: nuestros viejos novios se han hecho mayores. Ya no se parecen a los niños que amamos en el colegio o que admiramos en la universidad, ya no se parecen a los chiquillos que nos cogieron de la mano por el barrio y nos acercaron al banco o al helado o a la moto o al portal del beso. No se parecen a los novios con los que paseamos Granada o Málaga o Campo de Criptana, no se parecen en nada a los novios con los que hicimos el amor en todas partes, en los baños de los bares y en los hoteles pequeños. Ahora están cansados. A veces distingo algo de rendición en su gesto.
Les quisimos una vez que parece remota, cuando no habíamos tomado aún ninguna decisión esencial, constituyente, severa, sensata, adulta, les quisimos cuando aún no habíamos hecho nunca lo que se supone que hay que hacer para ser alguien de provecho, les quisimos cuando todo era juego. Ahora visten distinto, hablan distinto, usan otras palabras. Seguro su olor ya no es el mismo. El olor es algo que se lee en la cara.
Les vemos en Instagram, claro, aún hermosos pero más timoratos, preocupados por la pérdida del pelo, por el viaje a Turquía, por la gotera del salón, por los papeleos, los curros, las administraciones, por la rueda de un mundo ineficaz y autoritario, y esa idea de la foto pública, que vemos nosotras pero podría ver cualquiera, la idea de esa foto que no es íntima, también resulta escamosa: Instagram es ahora el álbum de fotos que al final no compartimos, el álbum lleno de caras amigas que nunca guardamos en la casa que nunca tuvimos.
Eso es liberador casi todo el tiempo -porque elegimos irnos de allá, porque nos esperaban otras aventuras y viajamos a otros cuerpos-, pero no deja de ser una vida posible tachada. Y la certeza de esa despedida tiene algo de zumbido sordo y atávico, como los tambores subterráneos de Jumanji.
Se han hecho mayores nuestros exnovios, no hay vuelta atrás: qué mejor prueba de lo mayores que somos también nosotras. Alguna cana nos chulea cuando nos recogemos el pelo con los dedos. Alguna muerte, alguna estría, alguna llamada al banco. Más sabias en verdad, más sardónicas. Más escépticas.
A nuestros viejos novios y a nosotras mismas la vida nos arrolla, sólo que ahora por separado, y por separado vamos incumpliendo cada plan, cada fabulación adolescente. Nos traicionamos todo el rato y está bien: ya entendimos que no éramos tan especiales. Somos menos gilipollas que entonces, pero tenemos también menos esperanza. La esperanza es algo que se lee en la cara.
Hemos entrado en la edad esa: la edad de ir viendo cómo se casan con otras bocas las bocas que estudiábamos en las tardes anchas. Pensábamos que esos tipos nos importaban un comino, y en verdad así es, pero esto trae tema. A veces tiene algo cómico y hasta expectorante, como cuando Pedro Ruiz decía, con mucha guasa: "Cuando veo una exnovia mía con otro, pienso 'qué felices somos los tres'". Pero también da igual que fuésemos nosotras quienes les abandonáramos: su rito nos salpica, nos pone a pensar.
Algunos viejos novios están bien, andan burbujeantes e ilusionados, y otros sólo tienen miedo. Esa inercia me entristece, tiene algo de amansamiento: yo querría que fuesen felices todos -casi todos, para ser honesta-, que fuesen muy felices mientras nos seguimos alejando, mientras la tierra gira y nos coloca cada día un minutero más lejos.
Da terror y tranquilidad, porque pudimos ser nosotras las que estuviésemos ahí, en esos altares, en esas mudanzas a pisos con tres habitaciones, en esas salas de parto. Estuvo cerca un ratito, pero esquivamos esa bala, o quizá fue la bala la que nos esquivó a nosotras: ya no podemos recordarlo todo, pero estamos de acuerdo en que nos parece bien no ser ellas, las que llegaron después y se quedaron. Nosotras ya no teníamos nada que decirles.
Lo charlamos entre las amigas: a mí me da un poco de vértigo ver cómo mis viejos novios empiezan a tener hijos, pero también experimento una ternura insoportable, como si los años les hubiesen convertido en hermanos míos de alguna manera, en hermanos menores -¿no es curioso ese matiz?-, y pienso que ojalá les lean Manolito Gafotas y les pongan la película de Matilda y no se pierdan jamás sus funciones de navidad y siempre sepan qué número de pie calzan y quién es su mejor amigo.
Qué extraña la vida, qué laberíntica, cómo nos coloca en lugares enigmáticos. Cómo se hace grande el misterio. Siempre me dieron vahído las decisiones que no se pueden revocar en sólo una llamada, y ese es justo el tipo de decisiones que suelen tomarse en esta década, la de los treinta a los cuarenta. Bodas, críos, hipotecas. O la posibilidad -a veces también irrevocable- de abstenerse. La próxima era será la de los divorcios, pienso; y esto no es antirromanticismo, es estadística.
Me hace sonreír un poco amargo que quizás los que hoy se equivoquen -quizá yo misma si me equivoco mañana- puedan volver a encontrarse en ese segundo baile, en esa suerte de repesca antes del hastío, la impotencia sexual o la muerte, como Ben Affeck y Jennifer López, que ahora se besan con una contundencia acojonante y se miran con la intensa complicidad de los buenos tiempos. Y la más intensa de los peores.
La complicidad, eso seguro, es algo que se lee en la cara.