El otro día le recriminé a un importante dirigente político el bochorno que nos invade a tantos cuando contemplamos el devenir teatral de la cosa pública. Me respondió con inusitada claridad, como sólo responden cuando la grabadora está apagada y hay una cerveza de por medio: “Si hacemos eso que dices, no nos votará ni Dios”.
No me atreví a pronosticar la papeleta de Dios en las próximas elecciones. Podría haberlo hecho, ahora que atrevidísimos diputados afirman, ¡sin ningún género de duda!, que Federico García Lorca les votaría a ellos. Así que fui a lo segundo: esa “civilización del espectáculo”, en feliz expresión de Vargas Llosa, que nos ahoga cada día.
Las palabras de mi interlocutor escondían un dardo a nosotros, los electores. Era algo así como decir: “Hacemos el idiota porque vosotros nos lo pedís”. Puede que tenga razón, pero a estas alturas… ¿qué más da si fue antes el huevo o la gallina?
Lo realmente preocupante es que el espectáculo (por seguir con la misma terminología) no es inocente, sino intencionado. Dicho de otro modo: el político no es tan tonto como a veces pueda parecer. Son más los que hacen el show conscientes de su necesidad.
Hoy más que nunca deberíamos unirnos los que suplicamos que el teatro siga siendo Shakespeare; las novelas policiacas, Simenon; las series de televisión, Mare of Easttown; y la poesía, Machado (cualquiera de los dos hermanos). También me gusta La que se avecina, por supuesto, pero me sulfura (imagino que a ti también, lector) que nuestros gobernantes se parezcan a sus personajes.
Ha llegado el momento de salir a las calles para pedir una España aburrida. Debería alguno de nuestros reputados filósofos publicar de urgencia un Elogio del aburrimiento. Imagínense que la política nacional, de pronto, fuera como la de las dos Castillas. Todos aburridos, sin prestar atención a nuestros diputados, buscando el espectáculo en aquellas regiones de las que nunca debió salir: los estadios de fútbol, el cine, los libros…
Debemos hacernos fuertes. Somos pocos, pero sensatos. Nuestra opinión resulta políticamente incorrecta. Fíjense: un puñado de descerebrados se manifiesta en Chueca diciendo barbaridades contra los gays. Nosotros decimos que es vomitivo de todo vómito, pero defendemos que España sigue estando a la vanguardia de las libertades LGTB. Nos acusan de “blanquear la homofobia”.
También decimos que se nos antoja puro analfabetismo llamar “antifascistas” a quienes jalean a los etarras que salen de prisión. Sin embargo, cuando apuntamos que esos pocos miserables son, precisamente, “pocos” y que España dejó atrás el terror, nos acusan de “blanquear a ETA”.
Las consecuencias del espectáculo comienzan a rebasar cualquier expectativa. No hay un solo indicio de que el clima pueda revertirse si no es por una explosión de sentido común. Algún día (cruzo los dedos y ahí sí suplico a Dios) esto tendrá que reventar.
En plena erupción del volcán canario, con la lava y el fuego amenazando los pueblos, la ministra de Industria ha enarbolado la tragedia como… “reclamo turístico”. Está mal que yo lo diga (y mi director seguro que se enfada), pero sueño con un día en que las portadas de los periódicos vengan vacías.