España es un país enfermo, pero parece que no lo sabe. En un mundo cambiante a velocidades impensables hace dos décadas, en medio de la competencia internacional entre individuos, empresas y naciones, en España estamos dedicados a discutir sobre el sexo de los ángeles.
El pasado sábado, a eso de las nueve de la mañana, durante casi una hora en la Cadena Ser, emitido por radio para toda España, hice el esfuerzo sobrehumano de escuchar un programa sobre la pertinencia de las faldas de las niñas en los colegios. La pedagoga especialista en faldas, animada por la periodista, desarrollaba toda una teoría sobre “el sesgo discriminatorio de las faldas” por cuanto generaban una diferenciación entre niños y niñas que atentaba contra la igualdad y dificultaba la práctica de juegos y deportes en los recreos.
La conclusión del programa de radio fue que lo mejor era hace obligatorio el uso de pantalones para todos los niños en los colegios, ya fueran públicos, concertados o privados. Al cabo del malgasto de mi tiempo escuchando a las pedagogas y a la periodista llegué a la conclusión de que España es un país enfermo.
Un país que no sabe ni dónde está ni hacia dónde se dirige. Un país que malgasta sus energías en debates estériles y surrealistas. Un país en el que el Congreso es más un gallinero de vecindario que una institución respetada y respetable. Un país que tiene bloqueado el órgano de gobierno del Poder Judicial, pues es el último ámbito en el que se dirime el poder absoluto de las cúpulas de los partidos.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta, en lo que se refiere a la dirección política de España desde 1977, es que, junto a grandes aciertos (como la operación de la Transición democrática), los presidentes de Gobierno han acaparado un poder que no les corresponde y han vaciado en lo posible los controles y equilibrio de poderes, que es algo que detestan.
Todos los presidentes del Gobierno desde 1977 han sido y son más herederos del franquismo (caudillismo) que de la tradición respetuosa con el adversario político y con las instituciones de la época de la Restauración de 1876.
Leyendo la numerosa bibliografía y los artículos sobre la crisis crónica del deficiente funcionamiento de nuestra democracia se advierte un creciente conocimiento de los problemas, de la enfermedad, del sistema político español. Afortunadamente, no hay una apelación en la opinión a un cirujano de hierro. La experiencia nos ha enseñado que el inicio de la ruptura de la legalidad constitucional nos dirige tarde o temprano al enfrentamiento civil.
Precisamos un médico humanista, al estilo de don Gregorio Marañón, que sea capaz de realizar un diagnóstico y que proponga los remedios urgentes para sanar lo que ya se conoce a España como el “enfermo de Europa”.
El lunes, en ABC, Pablo Abejas Juárez recomendaba en un artículo, cuya lectura recomiendo vivamente, que, una nueva mayoría parlamentaria, sin necesidad de reformar la Constitución, puede abordar reformas por la vía de leyes orgánicas. Son tres propuestas que darían lugar a la “reunificación de España”: una ley del español, una nueva ley electoral y la reforma del Consejo del Poder Judicial.
Comparto el diagnóstico e idea reformista del señor Abejas Suárez, pero me permito añadir un par de observaciones. La deriva partitocrática que padecemos hace imprescindible la reforma de la ley de partidos políticos, su sistema de consolidación en el control de la organización y su financiación pública desmesurada.
Además, la lucha partidaria de las sedes del PP de Génova y del PSOE de Ferraz convierte a los electores del resto de las provincias en meros siervos para la obtención de una mayoría en el Congreso. La representación efectiva de los intereses de las provincias y regiones se subsumen a Madrid con el objetivo de la conquista de ese preciado objeto de deseo que es la Moncloa.
Por ello, cada vez más surgen nuevas iniciativas provinciales electorales ajenas a las sedes del PP y del PSOE. Así lo ha puesto de manifiesto Estefanía Molina en un reciente e interesante artículo en El País que también recomiendo.
España padece partitocracia, falta de representación y soportamos un exceso de políticos estrafalarios como Puigdemont. Estar enfermo es una situación transitoria que tiene remedio siempre que se acierte el diagnóstico y se aborde la cura. Lo contrario es el empeoramiento del enfermo que padecemos desde 2004, y que ya es hora de sanar.