Lo del juez Pedraz es un jaleo: no su posado en el Hola!, sino él mismo. Claro que hay en España hombres más bellos que su señoría, y probablemente los habrá también más inteligentes, o más divertidos, o más cultos, o más poderosos, pero qué pocos amasan como él esa reconcentrada intensidad de mito. Maneja registros de icono, Pedraz, y yo lo estudio con detalle pero no entiendo aún de dónde le viene el enigma. Hay un misterio ahí, algo innombrable que se asoma y se desborda. Leo su biografía de buen tipo, de varón metódico y amable y ordinario, de niño viajero por razón de su padre, de inofensivo amante de la cocina exótica y del patinaje por el Retiro y es que no me lo creo, es que me falta algo. De dónde le viene esa sombra.
No es sólo el pelo largo con el que desordena el aire entrando a los tribunales, no es sólo el cigarro triturándose en ideas desde los dedos, no es sólo que cite a Foucault o que viaje en moto, pero sí es un poco todas esas cosas juntas, todo ese engranaje rugiendo a la vez, desconcertando a los pueblos avasallados que necesitan de su justicia porque ya han entendido que su belleza les será siempre extraña e inasible.
A mí me flipa Pedraz cuando le distingo la pose pensativa esa de policía de los setenta, cuando viste la chupa de cuero oscura y sostiene el pitillo en la boca con la mano derecha, mirando al tendío como un Clint Eastwood a punto de meterse en problemas. Él no puede evitarlo: le aprietan las costuras del símbolo. Santiago tiene la vibra esa del madero que no te la trama pegando una patada en la puerta de tu domicilio y echándotela abajo antes de detenerte, pero que si quiere te hunde la vida sin despeinarse ni cambiar el gesto: su información podría destrozarte, su revancha se cocina lenta. Es sofisticado, Pedraz, es exquisito sin dejar de ser viril, no sé, es como el protagonista de un thriller que hila fino y teje durante veinte años una venganza poética bestial y personalizada para los malos del asunto. Ese rollo.
Yo creo que Santiago Pedraz es de ese tipo de hombres rayanos en lo esotérico, que lo mismo no te conocen de nada pero siempre te da la sensación de que saben cosas de ti que tú no. De ahí lo inquietante. Por no hablar de esos 63 años en los que pienso -a los que me encomiendo, en verdad- cuando veo en las tímidas discotecas a los chavales de 30 perdiendo pelo y brío, perdiendo gancho y alegría: chavales de tres puñeteras décadas que están cansados pero mal, porque Pedraz sabe cansarse bien, porque el suyo es un cansancio vibrante y profundo, justificado y sugestivo.
Tú ves que Pedraz viene con ojeras y todavía brindas por ese agotamiento físico y mental, y te sonríes porque le da más empaque a su atractivo de héroe sombrío, y te alivias también porque alguien tendrá que salvar el mundo, ya sea con sentencias problemáticas o con placeres nocturnos.
A mí me divierte mucho Pedraz, con ese aire híbrido entre Jean Paul Belmondo y Johnny Depp, frotándose las manos cuando el PP le llamaba “pijo ácrata” por avalar a los manifestantes de Rodea el Congreso y abrazar incluso su reacción “ante la convenida decadencia de la denominada clase política”. Vaya hostia aquella. Rugieron hasta los leones. El tío no se achanta: montó una rueda de reconocimiento para ochenta polis, se negó a procesar al terrorista De Juana Chaos por sus artículos en Gara, archivó el caso de Zapata -concejal de Ahora Madrid- y se involucró con el propio cuerpo en la muerte de José Couso. A menudo es impopular, supongo que porque a menudo la verdadera justicia lo es.
No sé cómo se sorprende alguien de su portada con Esther Doña: hablamos de un tipo que ha defendido con sus sentencias la libertad de expresión hasta límites espinosos. Hablamos de un tipo que reivindica cada dos por tres su independencia y su concepción profunda de la experiencia humana, sin afecto por las jerarquías o las poses o los artificios, con emancipación verdadera, casi antipática.
A mí me parece muy carca pedirle a un juez que deje de ser humano, que deje de ser trivial, que deje de ser lúdico y liviano, que deje de enamorarse a viva voz como un niño oliendo a hormonas, que deje de hacer tonterías frívolas por el encoñamiento. No me atrae en absoluto el papel cuché, pero defiendo el derecho a la fruslería, y, sobre todo, el derecho a pillarse con tanto embeleso que llegue uno a resultar patético a los ojos de los estirados patrios. Patéticos en verdad son los que no lo hacen.
Sale guapo Santiago, sale preciosa Esther, y la historia nos da flow porque es medio culpable y rocambolesca, con la supuesta profecía del difunto marqués de por medio diciendo que los dos pibones -su amigo y su esposa- harían buena pareja. Pues claro. Quizás es que Falcó ya lo vio venir; quizá ya entendió que incluso el poder de los poderosos como él es limitado aquí en la tierra, y que hay un poder que es de cuna aristócrata y otro al que se llega oposiciones mediante y que todavía puede venir a tocarnos los cojones el segundo, y que, por supuesto, es lo que hay, porque así de fresca y traviesa es la vida.
En cualquier caso, me parece mucho más bello Pedraz cuando frunce el ceño y sorbe nicotina a las puertas de los juzgados -como planeando el próximo golpe- que cuando sonríe manso en las revistas cucas de los ricos. En estas últimas sólo parece un hombre, qué fallo. Un hombre atractivo, pero vulgar y limpio y sin secretos. Y no me lo creo. No me lo creo.