Jueves, diez y media de la mañana, andén de una estación de Cercanías cualquiera del área metropolitana madrileña. Los pasajeros se amontonan después de más de veinte minutos sin que llegue ningún convoy. No dan los paneles información sobre la hora del próximo tren, sólo una voz repite por megafonía que como consecuencia de la acumulación de trenes en Chamartín toda la red sufre fuertes demoras. Su duración: indeterminada.
Hay una huelga de maquinistas, pero también, o eso es lo que se supone, unos servicios mínimos que de momento brillan por su ausencia. La sensación es de colapso sin esperanza de enmienda. La gente que llega tarde a sus gestiones, su trabajo o su vida empieza a debatirse sobre la posibilidad de un plan B. Alguno, miembro de la minoría que se lo puede permitir, llama a un taxi. Los más aguantan estoicamente hasta que se despeje la incógnita acerca de cuándo y si acabará viniendo el tren.
De pronto, la voz dice por megafonía que el próximo tren acaba de salir de la cabecera de la línea. Eso quiere decir que con suerte llegará en no menos de quince minutos y que traerá los vagones atestados con los pasajeros acumulados en todo ese tiempo en las estaciones intermedias. Esto es: aquellos que no puedan echar mano de su coche o de un taxi. Y, por si a alguien se le había olvidado, seguimos padeciendo una pandemia.
Vaya por delante la convicción de que el de huelga es un derecho fundamental, cuya consecución costó sudor y sangre y que alcanza a cualquier trabajador, sea cual sea el sector en que presta sus servicios y su condición socioeconómica. Compete a los trabajadores y sus representantes declararla o no, y siempre que lo hagan con arreglo a la ley no queda sino soportarla.
Sin embargo, alguna duda surge cuando la afectación al servicio público como consecuencia de un paro convocado por un grupo concreto de trabajadores, que no son precisamente los más desfavorecidos de la empresa, se traduce en un trastorno que se aproxima mucho a la denegación del transporte a los que de él dependen. La empresa denuncia que no se respetan los servicios mínimos fijados, su denuncia es objeto de controversia, pero lo que el viajero y usuario percibe es un caos que desde luego poco se compadece con su observancia escrupulosa.
Más dudas surgen cuando se aprecia que los trabajadores convocantes disfrutan de un salario y de una estabilidad y una seguridad en el empleo netamente superiores a los del promedio de sus conciudadanos, sacudidos por una crisis global que a muchos les ha costado el trabajo o mermado los ingresos. Se da la circunstancia, además, de que esa ciudadanía, angustiada y empobrecida, es la que se hacina en los andenes esperando el tren que no llega, y también la que con sus impuestos equilibra año a año las cuentas de la compañía afectada por los paros.
Para remate, con las múltiples incomodidades y el cúmulo de tensiones que una huelga como esta provoca, los que se ven obligados a lidiar son otros trabajadores de la misma compañía bastante peor pagados, cuando no prestan sus servicios (véase el personal de seguridad) a través de contratas que no les dan las condiciones laborales de las que gozan los huelguistas.
Nada de esto priva a los maquinistas de su derecho a la huelga y, si se examinan sus reivindicaciones, todas ellas apelan a la calidad y el mantenimiento del servicio (aunque debajo de más de una se atisba la legítima invocación de mejoras para los propios trabajadores). La cuestión es si en la coyuntura actual, y con ese elenco de damnificados, esta huelga ferroviaria es una iniciativa que puede contar con las simpatías de la población y dar algún prestigio a la causa del colectivo que así la ejerce. A nadie, en el largo plazo, le beneficia erosionar su reputación.