Escribió Cayetana Álvarez de Toledo un tuit brillante el viernes, en el cuarto aniversario de la manifestación del 8 de octubre en Barcelona. Sobre una foto luminosa y colorida de aquella jornada, puso: “Lo volveremos a hacer”. Pero no, no lo volveremos hacer. Más que nada, porque no podremos hacerlo. El auge de Vox, con su infección de tinieblas, imposibilita cualquier cosa parecida a otra manifestación luminosa.
Hasta biográficamente puedo afirmarlo: uno de los amigos de Barcelona con los que hice la manifestación es hoy uno de esos voxistas pesadísimos que están siempre acusando y persiguiendo discrepancias de manera asfixiante y tramposa. Genuinos Echeniques de enfrente. Me tiene frito.
Otra de su cuerda (la Belarra de la ultraderecha la llamé, tampoco soy manco) respondió así a mis críticas: “Estaba todo bien y tuvo que venir Vox”. Es el mismo mecanismo. Pero en su parodia tendenciosa se transparenta algo esencial: para muchos, Vox es el principio de una solución. Para mí es la culminación de todos los fracasos. El tapón definitivo.
Todo iba de fracaso en fracaso, efectivamente. Estaba todo mal. Pero aquel día barcelonés se atisbó una posibilidad de patriotismo constitucional enérgico. Un patriotismo gloriosamente antinacionalista. Las banderas proliferaban con alegría liberadora, entre ellas la senyera, rescatada de sus hordas. (Estas la habían expulsado de facto, con su adhesión a la golpista estelada).
Conozco la trazabilidad del auge de Vox, por otro lado. Se empeñan en explicármela, como si yo no hubiese sido testigo. Viene de la inoperancia del PP (de la inoperancia de Rajoy), de las coacciones habitualmente exitosas de los nacionalistas, de las aceitosas componendas del PSC, del estímulo indisimulable del PSOE (para el que, ante la falta de razones de Sánchez, Vox es una razón, quizá la única razón) y de la histérica agitación de Podemos. Este inició el peligroso juego de estimular bajos instintos en la población. Ahora se queja de que otros se hayan sumado a su juego, ocupándose de los bajos instintos que quedaban por estimular.
También conozco la diferencia entre Vox y ERC-Bildu, que es otra de las pedagogías que se empeñan en aplicarme. Y reconozco, por último, que el PP está ya más que legitimado para pactar con Vox: ¡lo ha legitimado el PSOE con sus propios pactos! Pero todos estos conocimientos y reconocimientos no me impiden llegar a la conclusión de que no hay nada que hacer. Sé de dónde ha surgido cada cosa y sé que de todas resulta una situación imposible.
Pero ¿qué solución hay?, es la pregunta que surge. Hay tendencia a pensar que hay, que debe haber, una solución. Supongo que por cuestión de equilibrio psíquico. Pero los que tenemos amputada la proyección de esa posibilidad pensamos que no, que no hay solución. O no tiene por qué haberla necesariamente. Si la hay, será un milagro. Tampoco nos cerramos al milagro.