No deja de ser una especie de broma macabra (pero broma, al fin y al cabo: no le voy a negar yo la vis cómica) que el premio Planeta mejor pagado de la historia, con la friolera de un millón de euros, haya sido para la enigmática autora noir Carmen Mola, bestia bestseller anónima, y que Carmen Mola se haya revelado, en verdad, como una hembra simbólica compuesta por tres tíos. Ni uno, ni dos: tres. Tócate las castañuelas. Puro animal mitológico. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tendrán que repartirse la plata los caballeros, eso sí, los guionistas Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero.
A estos chicos no me atrevería yo a cuestionarles ni el talento ni el éxito, ojalá les vaya bien bonito, pero no deja de perturbarme el hecho de que tres autores hayan elegido un nombre de mujer para publicar su trilogía de novelas negras. Pienso en todas las escritoras que a lo largo de la historia han tenido que firmar sus obras en anónimo o con apodo masculino para poder publicarlas. Para poder existir. Para poder decir “esta boca es mía”, aunque ni siquiera las dejaran precisar que esas bocas tenían labios y lengua y furia y relato y saliva y verbo de mujer. Pienso en las hermanas Brönte. Pienso en la intelectual republicana Matilde Cherner, que se hacía pasar por un tal Rafael Luna: hace poco, Seix Barral recuperó su Ocaso y aurora. Sobre él escribí aquí.
Cecilia Böhl de Faber fue Fernán Caballero. Louisa May Alcott (la madre de Mujercitas) fue A. M. Barnard en sus primeras publicaciones. Colette fue Gauthier. Mary Shelley lanzó Frankenstein desde el anonimato: luego todos pensaron que en verdad lo había escrito su marido, Percy Shelley. Pero no sean ustedes ingenuos: esa misoginia no es cosa vieja. No es un exotismo del XIX.
En 2019, la excepcional Siri Hustvedt confesaba que llevaba décadas teniendo que aclarar que sus libros los había escrito ella y no su esposo Paul Auster. Maldita la gracia. La colega tiene un doctorado por la Universidad de Columbia acerca de la obra de Dickens y es Premio Princesa de Asturias, pero no: los mentideros tienen claro que la señora es medio analfabeta y que todo lo que sabe sobre Freud, Lacan y Bajtín se lo ha debido enseñar Auster. El hombre, muerto de vergüenza ajena y no propia, ha expresado ya en varias ocasiones que no maneja ni pajolera sobre esos asuntos. Un desparrame.
Los ejemplos son tan numerosos que es fácil sonrojarse. Por eso cobra un sentido especial esta estrategia editorial de Planeta, que además ha aprovechado el galardón para robarle a “Carmen Mola” a Random House, su mayor competidor empresarial. De hecho, cobra un sentido sibilino y oportunista. Veamos. Las feministas no negamos la evidencia: también un movimiento tan legítimo como la igualdad es fácilmente devorado por el mercado. Es obvio que la lucha política más arrolladora y relevante del siglo XXI era carne de cañón para el neoliberalismo.
Su poderío y capacidad de convocatoria han vuelto mainstream nuestra reivindicación más urgente, y con el mainstream se venden muchas cositas, muchas camisetas y series (en ocasiones, camisetas bien feas y facilonas y series naifs plagadas de lugares comunes, con poco recorrido filosófico o intelectual, estaremos de acuerdo). Pero se venden, que es lo que importa.
Esto los hombres lo han percibido y hay quienes se mosquean, porque qué carajo son, al final, veinte siglos de supremacía cultural: se han pasado volando. Quieren más protagonismo, nuestros niños. Siempre necesitaron casito: el ego histórico y macho no se alimenta solo. Les jode que lo femenino empiece a triunfar (es obvio que aún no está todo hecho), en parte porque ahora por fin se empiezan a escuchar a muchas brillantes autoras ignoradas y en parte porque empresas e instituciones usan el feminismo para lavarse la cara y darse una pátina de modernidad, de respetabilidad, de progresismo, y a ratos les ignoran un poco. Esta concatenación de causas les tiene llorando. A punto están de volver a sacar el cinturón para poner orden en la francachela, como en los viejos tiempos.
Por todo esto que les cuento, el mensaje de fondo que destila este juego loco del Planeta y de sus ganadores es profundamente reaccionario, porque hace las delicias del varón rabioso: ¿Veis, queridas imbéciles, cómo os la hemos colado? ¿Veis cómo no estabais tan marginadas? Jajá. Lo hemos petado con un libro firmado con nombre de mujer y nos hemos llevado un premio mejor pagado que el Nobel… ¡y ahora descubrís el pastel! ¡Somos tres tiarrones! ¡Los de siempre! ¡Nunca nos fuimos! Ese, y no otro, es el poso que subyace. Ese es el símbolo envenenado del asunto.
Para rematar la chanza, basta con tirar de hemeroteca. En un artículo de 2018 escrito por la prestigiosa editora María Fasce y publicado en Zenda, nos venden la moto más entrañable: Carmen Mola, supuestamente, es una profesora de universidad que vive en Madrid con su marido y sus tres hijos (ahora ya entendemos quiénes eran los tres churumbeles, claro, jajá, es que qué chispaza tienen). El texto va acompañado de unas misteriosas fotografías en blanco y negro de una mujer en gabardina dándonos continuamente la espalda. A saber quién sería la espontánea a la que liaron para ese numerito.
La novia gitana, la novela primera, era de tal bestialidad y tal violencia morbosa que Rosa Montero fue de las primeras que atinó: “Carmen Mola es un tío”. Casi, querida Rosa. Nos crecieron más enanos. Pero el momentazo más hilarante viene cuando Fasce le cede la palabra a la buena de Mola para que responda a un par de preguntas básicas, como que por qué se oculta detrás de un pseudónimo y que cuándo tomó esa decisión.
Dentro declaraciones: “No quería que mis compañeros y compañeras de trabajo, mis amigas, mis cuñadas o mi madre supieran que se me ocurría escribir sobre alguien que mata a una joven haciéndole perforaciones en el cráneo para meter larvas de gusano y sentarse a ver cómo le van comiendo el cerebro… No lo entenderían, para todas ellas soy tan convencional”. Qué mona, Carmen. Era una buena chica. Una madraza abnegada. Esa es una preocupación muy femenina, ¿no? Muy inoculada por el machismo. No chirriar. No quedar de loca, de salvaje, de desquitada. No quedar de escritora, en el fondo.
Ya terminas de tirarte por el suelo cuando ves que este pasado agosto, la revista Yo Dona preguntó a la cachonda de "Mola" qué libros se llevaría a la playa y ¡la pizpireta de "Carmen" recomendó Pleamar, de Antonio Mercero, es decir, uno de los integrantes del pseudónimo! ¡Se recomendó a sí mismo! Cuantísima elegancia. Olé que ole los caracole.
Es gracioso. Sería más gracioso si no fuera triste. Sería una jugada maestra si no fuera tan carca, tan chabacano, tan humillante ideológicamente, tan despectivo con nuestra memoria histórica femenina. Cuando Planeta y cia. se pregunten si se han pasado de rosca con el show, pueden responderse observando quién goza con esta polémica. Asómense a las redes: lo están flipando los machistas más recalcitrantes. Se están sonriendo gracias a ustedes. Esta es una victoria pírrica.
Verán que por aquí una sigue firmando con su nombre de mujer y dando la cara con él. Todavía no me ha atrapado el espíritu de la performance. Será que cuando una mujer sabe que ha tardado siglos en tener voz propia ya no la suelta, ¿no creen? Será eso.