Yo debía de tener ocho años. Mis padres me habían mandado de campamento. Era en un pueblo de la montaña. En Navarra. O puede que en el País Vasco. Cerca de la frontera. Un día, nos juntamos con los chavales de la plaza. Apenas tengo recuerdos de la infancia, pero no he olvidado aquel impacto.
Aquellos niños eran iguales que yo. Jugábamos a los mismos juegos, celebrábamos los goles de Osasuna y de la Real, cantábamos las mismas canciones, buscábamos cualquier excusa para transgredir las pequeñas normas que nos imponían. Éramos eso, niños a lomos del verano. Firmes creyentes de la felicidad.
De pronto, un par de ellos, ante el asentimiento de los demás, mostraron su apoyo a ETA. Hablaron de los terroristas como nosotros hablábamos de nuestros jugadores de fútbol preferidos. Mentiría si escribiese las palabras exactas, porque las palabras no se recuerdan con exactitud, pero sí puedo evocar mi silencio, el escalofrío en la espalda. Mi sorpresa. Durante unos segundos, desaparecieron las ganas de jugar.
Yo no tenía ni idea de qué era ETA, pero sabía que mataban. Veía la sangre en las fotos del periódico que mis padres leían a la hora del desayuno. Veía la sangre en la tele del salón, cuando daba saltos de un sofá a otro. También conocía (y aquello me produjo un escalofrío similar al del campamento) el asesinato de Tomás Caballero.
Le dispararon cuando salía de casa para ir a trabajar. Ese portal está justo enfrente de la puerta por la que yo entraba a la piscina. No entendía. ¿Cómo era posible? La acera en la que lo tirotearon era la misma que yo pisaba, ¡tan feliz!, con mi raqueta, mi mochila, un balón, el bañador. Y otra vez, la sangre.
Esos niños, los de la plaza del pueblo, lanzaban hurras a ETA. Igual que yo, sin saber qué era exactamente ETA. Les habrían hablado de las virtudes de los gudaris en casa o en el colegio. O en los dos sitios. Ellos no tenían la culpa (eso lo pienso ahora). Yo habría hecho lo propio de haber estado en su lugar.
El apoyo social a ETA explica como ningún otro factor que la banda armada sobreviviera (matando) durante décadas. Ha habido otros grupos terroristas en España, pero ninguno con sacerdotes, maestros, empresarios, vecinos, ¡y niños sibilinamente manipulados!, detrás. Aparte de su ruido, estaba nuestro silencio. Ese silencio fruto del miedo que sólo comenzó a diluirse cuando acabaron con Miguel Ángel Blanco.
Han pasado diez años del fin de ETA. Nos falta un último esfuerzo. Lograr que la sociedad en su conjunto, sobre todo en Navarra y País Vasco, asuma que la violencia jamás tuvo justificación. La piedra angular es muy joven. Tiene ahora 15 o 20 años. Son miles de piedras angulares.
Por fortuna, no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. Tampoco conocen el secuestro de Ortega Lara. No tienen esa herida en el recuerdo. Deben aprender en casa, en los colegios. Porque una mirada hacia atrás, a veces, es la única manera de mirar hacia delante.
Ellos, pero también nosotros, debemos enfrentarnos de tanto en cuando a las grandes preguntas. “¿Yo habría sido capaz de ir al entierro de un asesinado por ETA? ¿Yo habría sido capaz de abrazar al vecino amenazado del 2ºB? ¿Yo habría participado en una manifestación contra el terror en los años del plomo? ¿Yo habría saludado a Gregorio Ordóñez en un bar de San Sebastián?”.
Me lo pregunto ahora, por mucho miedo que me den las respuestas. Me lo pregunto porque me he encontrado a gente maravillosa en el camino que me ha empujado a hacerlo. Ya son diez años. Pienso en el niño que fui. Sin responsabilidad en los días del terror. Celebro mi suerte y doy las gracias. Al fin y al cabo, estas preguntas para mí son sólo eso: ficción.