No dice demasiado de nuestra memoria colectiva que en el décimo aniversario del cese de la violencia de ETA haya sido un antiguo miembro de la organización, que nunca ha condenado sus acciones de una forma clara, el que se haya erigido como protagonista casi indiscutido merced a una meliflua y más bien oblicua petición de disculpas. Entristece, incluso deprime que esta haya sido, sobre todo, la semana de Arnaldo Otegi, mientras se sumergían un poco más en el anonimato, vale decir el olvido, los nombres de los cientos de víctimas mortales, los miles de vascos y españoles golpeados por la larga violencia etarra y los miles más que trabajaron incansablemente por erradicarla.
No debe sorprendernos mucho, cuando siguen sonando a estas alturas voces que invitan a “comprender” a quienes en su día se integraron en la organización armada, y obedecieron sin preguntarse nada sus consignas de asesinar y amedrentar, en días en los que España ya se había dado una democracia y un Estado de derecho y a los vascos un autogobierno que no tiene parangón en Europa. A los que se empeñaron en esa vía cegada, injusta y cruel para no acabar obteniendo nada en absoluto.
No son sólo quienes militan en la izquierda aberzale los que exhortan a ese ejercicio de “comprensión”. En cierto modo, esta mirada desde la empatía con el terrorista, con los suyos y sus motivos impregna buena parte del relato que se nos hace de la extorsión etarra, compatible con una antipatía a veces nada indisimulada hacia quienes la combatían y la neutralizaron.
Y ya está bien. Quizá sea hora de decir, alto y claro, que no hay otro lugar para esa empatía y esa comprensión, combinadas con la cicatería hacia los servidores del Estado de derecho, que la tergiversación y la manipulación interesada o sectaria de los hechos realmente acaecidos. En la historia de ETA no sólo se acumula una cantidad insoportable de acciones injustificables desde cualquier punto de vista, por la ilegitimidad y la miseria moral con que menoscabaron las libertades y los derechos de tantos vascos y españoles inocentes. También consta que ETA y sus militantes bajaron a abismos de indignidad e inhumanidad que impiden cualquier comprensión ética o racional, y que no deja a quienes representan por voluntad propia las ideas que animaron a los etarras, y custodian su memoria e intereses, otra salida que el distanciamiento radical e inequívoco, para poder ser readmitidos en una sociedad civilizada y democrática.
No es rencor ni resentimiento recordar que ETA asesinó una y otra vez a personas delante de sus hijos pequeños, y también a estos propios niños, cuando le convino o creyó que aumentaría su “acumulación de fuerzas” frente al “Estado español”, a fin de arrancarle la independencia de una Euskal Herria donde ellos se lo guisarían y se lo comerían con la autoridad derivada de haber aterrorizado a sus conciudadanos. Con ello no le hicieron daño alguno a esa entelequia estatal a la que tanto aluden, y que ni sufre ni padece; pero aceptaron destruir para siempre las vidas de los que sí sufren: los seres humanos asesinados o a quienes les infligieron lesiones físicas y psicológicas irreparables.
No hay idea ni consideración que nos permita “comprender” esa falta de la más elemental compasión. Tampoco la hay para el que disfruta torturando a un semejante indefenso, por cierto; pero tratar de equiparar los casos que de eso hubo, limitados en el tiempo y la cantidad, con el desenfreno de casi medio siglo de plomo y explosivo, para construir una balanza ilusoria con la que eludir la retractación, es un regalo que la sociedad española y la vasca no pueden hacerles a quienes tanto (y con tanto ahínco) las dañaron. A ver si cuando se cumplan los diez años de la disolución de ETA logramos que el protagonista sea otro.