Woody Allen escribió en sus memorias que donde algunas personas ven el vaso medio vacío y otras, el vaso medio lleno, él siempre ve el ataúd medio lleno. Contaba que fue un crío sano, y querido, y atlético, contaba que siempre lo elegían para los equipos y que nunca le faltó una casa cálida ni una sola comida, pero que sin embargo se las arregló para terminar siendo “inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, cargado de un pesimismo implacable”. Le entendí, de alguna manera le entendí, porque también yo fui una niña feliz y valiente y con buena estrella pero un día me desperté muerta de miedo y de neurosis, y ya no se me fue nunca.
Quizá por eso me chirríe un poco la coña de Halloween: porque a los muertos jamás los temí, sólo los respeté, pero cuando se me abrieron las compuertas de la ansiedad y del pánico me di cuenta de que lo difícil de la vida adulta es fingir que no pasa nada, que todo va a estar bien, que jamás se nos caerá una maceta en la cabeza caminando por la acera o que nadie nos empujará a las vías del tren mientras esperamos el metro. Lo difícil es no navegar en la paranoia, lo difícil es no escuchar al dolor acercarse con pisada lenta de mamut. Duele muchísimo la vida. O, mejor dicho, no duele tanto pero siempre está como a punto de doler, es tremendo, y cuantas más cosas amamos más crece el vértigo y la náusea, porque lo que amamos siempre titila, siempre es frágil y flotante, inconcluso, perecedero, siempre amenaza con dejarnos un hueco insoportable al marcharse. O al morir.
Lo difícil es sentirse intocable como los niños, tan ágiles y fluviales, tan hermosos y leves con sus rodillas raspadas después de todas esas hostias que no importan nada porque la aventura bien las merece. No entendí jamás cómo tanta gente puede afrontar cada día sin las angustias de que patine una pieza del engranaje del mundo: qué sé yo, un fallo orgánico, un accidente de tráfico, una enfermedad sobrevenida -nuestra o de los nuestros-. ¿No piensan en ello? ¿Por qué siempre confían en que lo terrible les sucede a los otros?
O sea, que lo sencillo es morirse. Siempre tuve esa sensación, como decía Nacho Vegas: que no es la mala vida la que nos mata, que es la vida entera. Menos mal que soy torera y las ganas de jaleo siempre vencieron a la inquietud que empezaron a generarme los perros que me saltaban a las faldas, porque qué sé yo si eran perros asesinos, quién puede asegurármelo, y desafié también al terror a los atentados en los centros comerciales y a las veces que alguien me escribe un WhatsApp poniéndome sólo “Lorena”, porque hasta mi propio nombre me da miedo cuando aparece solitario, tan seco y severo, por si detrás de él viene una mala noticia.
Está en todas partes el sucio miedo, en lo colosal y lo milimétrico, y si lo hablas con tus amigos te das cuenta de que late bajo cada cosa: en los ratoncillos y las cucarachas, en las llamadas de familiares de madrugada, en el precio delirante del AVE o de los pisos de alquiler -oscurísimos, decadentes, prohibitivos-, en que vuelva la moda de los pantalones de tiro bajo, en que Elvira Sastre publique un próximo libro y en el predictor con dos rayitas, pero también en la idea de decidir no tener hijos y un día cumplir cincuenta y de repente echarlos de menos para siempre.
Todo da miedo, ya les digo: tener vástagos o no tenerlos, o tenerlos y escolarizarlos en Maristas -mi propio colegio- por si les acosa uno de sus célebres pederastas, hasta los no juzgados pero sí conocidos, o parirlos dolorosamente y que te caigan mal, muy mal, y pensar que si no fueran tus criaturas no te tomarías con esos pequeños gilipollas ni un vaso de agua. Da miedo que Barbijaputa sea Carmen Mola y que Carmen Mola sean tres tíos. Dan miedo los análisis de sangre y la legalización de los vientres de alquiler y que las niñas se crean que es sexy y emancipador llamarse “putas” a sí mismas. Da miedo haber perdido tanto el tiempo. Da miedo sentirnos siempre en deuda con nuestra madre.
Da miedo que se casen los amores de nuestra vida con otras personas, pero también da miedo que se casen con nosotros, por si nos convertimos en parejas de esas que no tienen nada que decirse en el café de la tarde, y dan miedo los mensajes sin respuesta, y da miedo que jamás vuelva a abrir el Ocho y Medio, y da miedo estar bailando, cerrar los ojos, abrirlos y que no estén nuestros amigos, que ya no estén nunca más -porque ya no salen nunca, porque se han hecho mayores, porque nos cambiaron por una vida estable y se encerraron para siempre-.
Dan miedo los celos de los hombres. Da miedo que quien tú amas no entienda quién eres. Dan miedo los indiferentes. Da miedo volver a casa de noche sola y que se te cuele un tipo extraño en el portal, da miedo ser aburrido, da miedo saberse vulgar, da miedo despertarse un día y no poder escribir, no poder escribir ni una sola línea más, da miedo no encontrar nunca las palabras exactas, porque eso se parece bastante a los sueños asfixiantes en los que intentas gritar pero eres mudo y se parece bastante también a estar derrotado. Da miedo no tener voz. Da terror la visita de un niño a la planta de oncología. Y la de un adulto. Y la de un nonagenario. Da terror siempre. Da terror la palabra maldita.
Da miedo la vejez de nuestros padres -las casas adaptadas, el peso de la torpeza, cambiar la bañera por el plato de ducha-. Da miedo que a Edu Galán y Sergio del Molino les den un Late Night. Da miedo perder la memoria. Da miedo perder el sentido del humor. Da miedo la gente que hace justicia por Twitter pero si te ve la cartera vacilona te la trinca. Da miedo que los hombres pulsen el clítoris como si fuese el botón del ascensor. Da miedo el triunfo de los mediocres. Da miedo vernos siempre más guapos en las fotos de antes: siempre más felices en otro momento. Da miedo que se acabe el hielo, por si se rompe la noche.