Sucedió hace ya más de 30 años. El que suscribe tenía 18 y afrontaba su primer curso en la facultad de Derecho. Cuando le dieron el programa, y no fue el único, se preguntó de qué podía servirle estudiar la asignatura de Derecho romano, si hacía siglos que el imperio que lo aplicaba era ya Historia. Aun se lo siguió preguntando a lo largo de aquel curso, mientras le impartían la materia, que era interesante y amena (mérito del profesor, Manuel Abellán Velasco), pero tenía todo el tiempo el sabor de las cosas pretéritas y no inmediatamente utilizables.
La vida suele ponernos en nuestro sitio y a veces no tarda mucho. Tras salir de la facultad se me concedió la oportunidad de ejercer durante una década larga la abogacía. Y fue a medida que me fajaba en el ejercicio profesional del Derecho cuando me di cuenta no sólo de la utilidad que tenía para mi trabajo la vieja ciencia de los juristas romanos, sino que era, probablemente, la más imprescindible de las 25 asignaturas que había cursado en el transcurso de la licenciatura. Comprendiendo las instituciones del Derecho romano, cualquier figura jurídica no es más que un mero desarrollo. A menudo, una degeneración.
Un día tuve que hacer una mudanza y me encontré con que aún conservaba todos los libros de la carrera. Ya no ejercía la abogacía, pero, incluso si la hubiera seguido ejerciendo, muchos de ellos estaban tan desfasados que no merecía la pena que los conservara. Apenas salvé del reciclaje media docena. Entre ellos, el de Derecho público romano y los dos tomos de Derecho privado romano. Siguen en mi biblioteca y los hojeo con frecuencia. No sólo sentaron las bases del jurista que fui, o que todavía sigo siendo en algún recoveco oculto. Me enseñaron mucho más.
Cuántas veces, a lo largo de mi vida, he recurrido a la tan sintética como completa enumeración de los preceptos en los que se condensa la noción de iustitia según Domicio Ulpiano: Honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere. Quien los conoce y los aplica puede ir por la vida como una persona cabal; quien desconoce u olvida cualquiera de ellos se acaba convirtiendo en un peligro para sí mismo y sus semejantes.
Cada vez serán menos los que sepan de Ulpiano, y menos aún los que puedan entenderlo en su idioma original. A eso se encamina la última reforma educativa, que ha decidido arrojar al desván de los trastos inservibles la cultura clásica, la filosofía y las humanidades en general, a fin de liberar horas para saberes de más relevancia: aquellos que conviertan al alumno en un buen vasallo del sistema productivo y de las autoridades locales competentes, siempre atentas a anteponer cualquier anécdota vinculada al territorio al conocimiento de alcance universal.
Tampoco sabrán por consiguiente mucho (y muchos no sabrán nada) de Homero, Heródoto, Tucídides o Jenofonte. En consecuencia, los que sientan el impulso de contar historias se pondrán a ello ignorando los mejores modelos del arte narrativo (que son esos y otros griegos, como Plutarco, y romanos como Virgilio, Tácito o Tito Livio) y se limitarán a reproducir de forma servil y cansina los trucos de guion de Netflix o de Marvel, pura morralla al lado de la sabiduría con la que esos a quienes ahora se amortiza afrontaron el relato de las vicisitudes humanas.
No hay más que dedicar un tiempo a leerlos para apreciar, por abrupto contraste, la inanidad de muchas de las historias que hoy se nos proponen casi como preceptivas; también otras que envueltas en un aura de sedicente sofisticación no contienen más que un cúmulo de falsas novedades y naderías. Tal vez eso es lo que se pretende: una población dispuesta a consumir lo que le echen y aplaudirlo con las orejas. El nombre de quienes lo propician quedará asociado a la oscura historia de la barbarie.