Estos días se recuerda la matanza, en noviembre de 1936, de más de 2.000 ciudadanos inocentes asesinados por milicianos del Frente Popular en Paracuellos del Jarama. 33 sacas de presos de Madrid fueron aquel día acusados del delito de desafección a la República.
El terror, el asesinato masivo, la esclavitud o el rapto de mujeres y niños son tan antiguos como la existencia de los Estados. Es decir, tan antiguos como la política. El choque de imperios, de naciones o de ciudades implicaba la rendición, el sometimiento o la victoria de sólo uno de ellos.
En la época contemporánea, el terror como arma de guerra tiene su inicio en la Revolución francesa, cuando se ejecutaron (saqueados y guillotinados) decenas de miles de enemigos interiores de la revolución. También se ejecutó a los ciudadanos de los enemigos exteriores. Como la ciudad de Lyon, que se resistió a las barbaridades de París. O como los campesinos legitimistas del oeste de Francia, en La Vendée.
El modelo del terror revolucionario francés fue ampliamente desarrollado por los admiradores de Maximilien Robespierre: Lenin y Stalin en Rusia y, posteriormente, seguidores y acólitos sanguinarios de ambos como Mao Tse Tung, Fidel Castro o Pol Pot.
En España, el golpe militar del 18 de julio se convirtió en una guerra civil en sólo un día. La entrega masiva de armas por parte del Gobierno republicano de Madrid a los partidos y sindicatos de izquierdas sirvió para frenar el triunfo del golpe en Madrid y en otras capitales de provincias. Pero tuvo también el efecto de hacer desaparecer el Estado republicano. El poder pasó de los despachos a la calle.
Tres días después del 18 de julio, toda España sabía que sólo podía haber un vencedor en esa guerra y que la lucha iba a ser a muerte.
Como en la Revolución francesa o en la Rusia de 1917, había que aterrorizar al adversario. Desde el 18 de julio de 1936, ese fue el objetivo de ambos bandos. Tanto unos como otros coincidieron en que el terror les ayudaría a ganar la guerra. Los fusilamientos en los dos frentes tenían una finalidad militar y política.
En el frente norte, en agosto de 1936, y ante la inminente caída de Irún, el Frente Popular decidió lanzar un mensaje de resistencia y ánimo de victoria mediante centenares de ejecuciones en San Sebastián. 449 personas fueron asesinadas en menos de dos meses por los milicianos del Frente Popular.
El coronel Beorlegui, al mando de las fuerzas de requetés navarros y vascos que avanzaban desde Pamplona a Irún, no hacía prisioneros. En una ocasión, después de fusilar a 16 milicianos, dejó que huyeran de Picoqueta dos de ellos (Pachi Arocena y Alejandro Colina) para que lo contaran en Irún. De este modo, los milicianos que defendían Irún supieron que la columna del coronel Beorlegui no hacía prisioneros y que la resistencia al ejército sublevado se pagaba con la muerte.
Aquel mensaje debió de causar en las filas de los defensores de Irún un serio temor a la más que probable victoria de las fuerzas del general Mola. Porque a los pocos días, un reguero de refugiados del Frente Popular llegó a la frontera y entregó sus armas a las autoridades francesas.
He ahí un elemento fundamental del terror. Este tiene que ser conocido para que sea eficaz. Y lo más efectivo para que este sea creíble es que corra de boca en boca (porque la gente tiende a la exageración).
En Madrid, con el Gobierno del presidente Azaña huido en desbandada, los milicianos y las brigadas internacionales, junto a los asesores soviéticos, lograron organizar el perímetro de defensa de la ciudad gracias a la lentitud del general Franco en avanzar sobre la capital de España.
El Frente Popular aprovechó el vacío de poder para emitir un mensaje de resistencia y varias advertencias: la matanza del Cuartel de la Montaña, el asalto a la cárcel Modelo el 22 de agosto de 1936 o Paracuellos, en noviembre. Mensajes de lo que estaban dispuestos a hacer los milicianos tanto a sus enemigos como a sus propios compañeros (los soldados movilizados por el Gobierno republicano).
Si la historia es maestra de la vida, como decía Cicerón, harían bien los elogiadores de los fusilamientos en aprender que la política es el arte de encauzar y civilizar el choque que provocan los distintos intereses de los ciudadanos. La guerra es el fracaso de la política y su continuación por otros medios. Entre ellos, el terror, que puede servir como elemento de reflexión y rectificación para las generaciones futuras, o de exaltación suicida que conduzca a la reincidencia.