Hemos ido cayendo tan bajo, tan bajo, que la defensa de la enseñanza y del aprendizaje del Latín y del Griego (y de la Filosofía) en institutos y colegios va a parecer, si no lo parece ya, prurito de intelectuales desfasados (intelectualillos o intelectualoides se les llama ya con obvio desdén) o cosa de postureo cultureta. ¡Apañados estamos!
El auge de las ciencias positivas, la tecnología y la economía en el siglo XXI se veía venir de lejos. Son disciplinas asociadas, ciertamente, a la omnipresente y omnívora idea del progreso, pero no parece razonable (¿y cómo vamos a razonar bien sin nociones firmes de Filosofía?) que vayan ocupando ladina y sostenidamente toda la cancha de la educación o, lo que es lo mismo, que colonicen la totalidad de nuestros cerebros y sean la palanca única de los objetivos aspiracionales de millones de estudiantes.
Hoy, ese creciente monopolio de esas disciplinas como unívoca fuente del progreso corre el severo riesgo de colocar a la humanidad (a una humanidad sin Humanidades) ante un alarmante horizonte de distopía asentada en la estupidez. No hay progreso humano que merezca tal nombre si no toma en consideración el pasado, el itinerario seguido por el pensamiento y la cultura, instrumento crucial para (sabiendo lo que hemos sido) saber lo que somos y lo que queremos ser. Saber cómo hemos de manejarnos a nosotros mismos y cómo hemos de manejar los frutos de los hallazgos científicos, tecnológicos y económicos que se nos dan, en avalancha, como sobrevenidos, prácticamente impuestos.
El Latín y el Griego son imprescindibles, en el caso concreto de los españoles, para comprender nuestra historia, nuestra lengua, nuestra mentalidad, nuestro marco religioso y jurídico, nuestra arquitectura de pensamiento y, precisamente, y junto a más cosas, nuestro vocabulario científico. Por no recurrir al considerable argumento de que, por sí mismo, su aprendizaje orea, masajea y muscula nuestras facultades cognitivas. Al minimizar hasta extremos ridículos su enseñanza, la Ley Orgánica de Educación que se discute en el Congreso se perfila como un desastre que aboca a la catástrofe, a la ruptura del hilo milenario que nos ha traído hasta aquí.
¿Y a quién le importa? Aparte de a los profesionales que, con algunos refuerzos, se manifestaron el sábado en Madrid, parece que no a muchos más. Ni a los partidos políticos (¡no hay más que mirarles!), ni a las familias, que ya vienen tropezando en caída libre permitiendo el adelgazamiento y la desvitalización, en todos los aspectos, de las enseñanzas que reciben sus hijos porque ellas mismas son el resultado de una anemia educacional que no es de hoy.
Mientras tanto, y a modo de flagrante paradoja, crece la producción editorial y el consumo de novelas históricas ambientadas en la Antigüedad clásica, de ensayos, documentales divulgativos y ficciones televisivas sobre el periodo grecorromano, de cursos y conferencias sobre la época, de libros sobre los dioses, los mitos y los héroes, del turismo cultural que se interesa por vestigios, ruinas y monumentos griegos y romanos y por los museos que albergan obras y restos del periodo…
¿Casa una cosa con la otra? Probablemente ya no importa lo que casa o lo que deja de casar en una liquidez generalizada que disuelve las contradicciones. ¿O son, en alguna parte, resistencias? Possumus.