Las ideas hay que defenderlas cuando retroceden, cuando la marea arrastra en sentido contrario, cuando a nadie parecen importarle mucho o nada. Si algo ha dejado de estar presente entre nosotros es el espíritu de velar por los valores compartidos, de fortalecer los puentes por los que transita la solidaridad y la lealtad entre quienes, siendo diferentes, porque iguales no hay dos seres ni dos grupos humanos, toman conciencia de que su existencia está ligada por vínculos sólidos y naturales y promete mucho más desde el concierto que azuzando la discordia.
Se acaban de aprobar unos Presupuestos que incorporan los votos de quienes dicen, grosso modo, aprobarlos porque el país cuyo futuro determinan, y que les trae al fresco, cuando no lo desprecian abiertamente, les ha hecho concesiones suficientes en merma del interés general y beneficio de los particularismos que representan. Enfrente, votando en contra, toman posición, por su parte, fuerzas políticas que tienen una concepción de ese mismo país de la que quedan excluidos millones de quienes lo habitan, y a los que sólo les ofrecen someterse a su dictado.
Mientras tanto, en Barcelona, unos estudiantes que tratan de manifestar pacíficamente su condición de españoles, y su creencia en la vigencia de la Constitución que es común a todos, se encuentran con una horda de energúmenos que consideran esa idea tan odiosa como para legitimar el uso de la violencia. Si al final pueden celebrar el acto es gracias a la intervención de la policía. Esa que a las malas garantiza el imperio de la ley y que se desempeña entre nosotros con razonable proporcionalidad, si se compara con otros países, no necesariamente lejanos, aunque un exvicepresidente del Gobierno se complazca en denigrarla.
También en Barcelona, a una estudiante universitaria no nacida en esa comunidad autónoma un profesor le deniega el examen en castellano porque se dice unilingüe en catalán y se niega a hacer de traductor. Una desconsideración en la que se sabe respaldado por los poderes públicos allí competentes. No es una paradoja menor que mientras la lengua de todos se ve de esa y otras muchas formas ninguneada y atropellada, varios de los premios nacionales de literatura del año los reciban autores que escriben en la lengua propia de alguna comunidad.
Diríase, en suma, que entre la visceralidad de los que ya se sienten ajenos a la suerte del resto, y la intransigencia de los que se obstinan en aherrojar a los discrepantes de su noción del proyecto común, este está prácticamente abocado a la ruina, o cuando menos a la imposibilidad de sostenerse con solvencia y a largo plazo. Diríase que en tanto la mayoría actual pueda seguir comprando el corto plazo lo hará a despecho de cualquier otra consideración, y que, si algún día se fragua otra, nos empujará al conflicto abierto y con él a una forma distinta de parálisis.
Pero no puede ser, porque supondría colocar a millones de personas en una encrucijada estúpida y desdichada, y en algún momento, como suele suceder tras un largo extravío, debe volver la cordura y socavar el imperio de la necedad. Ya es un síntoma que jóvenes educados en el pensamiento único que procuraron implantar los nacionalismos disgregadores se planten con riesgo de su integridad ante sus escuadras de asalto para reivindicar el valor notorio de la empresa común. Todo régimen, sobre todo cuando tiene tintes autoritarios, se acaba volviendo odioso y suelen ser quienes tienen ojos limpios los que lo señalan.
Falta que aquellos que sólo apuestan por reducir el tumor con la quimioterapia policial y judicial, exponiendo así de paso a las instituciones de todos al descrédito que muchos sueñan con infligirles, desarrollen una visión más imaginativa. Y que otros acepten, en fin, que el hoy no se compra saldando el mañana.