¿Es usted un lector de historia que pretende conocer la verdad y no dejarse engañar por leyendas urbanas o memorias parciales? Pierda usted toda esperanza. Si un nuevo libro o artículo de investigación, con aportación de nuevos documentos, contradice una leyenda urbana, tenga por seguro que prevalecerá la versión fabulada sobre la verdad.
Tengo un gran respeto y admiración por los grandes divulgadores de historia como Stefan Zweig o Emil Ludwig y algunos españoles que escribieron biografías basadas en rigurosos estudios de historiadores profesionales. Pero en España abunda otro género de divulgador: el superficial y propagandista, carente de rigor.
Como historiador, hace apenas un mes recibí una llamada telefónica de una importante productora española para que participara en una serie de televisión sobre los negocios de Alfonso XIII. La empresa conocía, sólo por el título, mi libro sobre la promoción empresarial que realizó el rey Alfonso XIII como parte de su apoyo a la modernización de la economía española (Alfonso XIII. Hombre de negocios. Persistencia del Antiguo Régimen, modernización económica y crisis política: 1902-1931).
Hice ver a la persona que instaba mi participación en la nueva serie de televisión que las inversiones del rey habían sido perfectamente honradas, tal y como reflejaba la exhaustiva auditoría que hicieron los inspectores de Hacienda de la II República en 1931 y que publiqué en 1986. Los inspectores de Hacienda redactaron y firmaron un dictamen favorable al rey que Manuel Azaña e Indalecio Prieto ocultaron cuidadosamente.
Entonces, la postulante telefónica cambió de opinión y me contestó que no le interesaba mi participación. Ya contaban con otro catedrático de la Universidad Complutense que estaba dispuesto a relatar los "chanchullos" de don Alfonso.
Las leyendas urbanas pueden tener una base creíble en su época (por ejemplo, la de que el Metro de Madrid se denominaba en sus comienzos Metro Alfonso XIII por el impulso del monarca) o pueden ser directamente inventadas muchos años después.
Hace apenas 15 años, el director de la Filmoteca de Valencia, José Luis Rado, extendió la fábula de que el conde Romanones, por encargo del rey entre 1924 y 1926, se dedicó a producir películas pornográficas con una productora denominada Royal Films, para lo cual buscaba y contrataba modelos femeninas en Barcelona. Luego, proyectaban las películas en divertidas francachelas en el Palacio Real con Alfonso XIII como anfitrión.
La vigencia y éxito de esta invención, reproducida por divulgadores y periodistas durante años, ha llegado hasta el punto de que la compañía de teatro Club Caníbal exhibe este otoño en el Teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, una obra titulada Alfonso el Africano en la que insiste y se divierte con la producción de cine erótico de Alfonso XIII.
Gran parte de la prensa en papel o digital ha destacado en titulares el elemento escabroso de la producción pornográfica. Resultado: venta de entradas agotadas hasta fin de año.
Por supuesto, la biografía de Romanones (Romanones. La transición fallida a la democracia), publicada en febrero de este año y en la que demuestro la falsedad e invención de José Luis Rado, no preocupa al Club Caníbal (un nombre muy apropiado) ni a la dirección del Centro Dramático Nacional. Todo sea por vender entradas y socavar los fundamentos de la convivencia nacional fabulando leyendas urbanas en contra de la monarquía.
Podría poner numerosos ejemplos de la vigencia de esas leyendas urbanas. Una, tremendamente popular y reiteradamente citada, es la frase que se atribuye a Romanones cuando pretendió ingresar en la Real Academia Española. Supuestamente, Romanones buscó, compró y concertó votos a su favor entre los académicos. Pero el día de la votación no obtuvo un solo voto, por lo que espetó: "Jo, qué tropa".
La verdad es que no existe constancia documental de tal comentario, que se popularizó por la divulgación en periódicos y en libros de historia. Un buen amigo, miembro de la Real Academia de Ciencia Morales y Políticas, se ha molestado en encontrar la fuente originaria de tal atribución. No la encontraba y me preguntó mi versión. Contesté que no había visto en ningún diario de sesiones, ni en actas, ni en el archivo del conde tal frase. Este académico acudió al archivo histórico de la Real Academia Española y resultó que Romanones no había sido nunca candidato a esa institución.
"Jo, qué tropa" seguirá siendo un lugar común aunque sea una invención. Oiremos y veremos la frase reproducida insistentemente.
Por último y más reciente. La exposición de parte de la obra de la firma fotográfica Alfonso, de primera mitad del siglo XX, actualmente en la sala de exposiciones del Canal Isabel II de Madrid, es muy interesante y merece la visita. Un panel exhibe una foto de 1940 en la que supuestamente aparecen, en la casa del conde de Romanones, Francisco Franco, José Millán-Astray, el mismo Romanones y miembros de su familia en una grata comida.
Envié a los comisarios de la exposición, hace dos semanas, un correo de rectificación señalando que el fotografiado no era Romanones ni su familia, y que era imposible la fecha de 1940. Han rectificado y datado la foto en "fines de los 20", pero mantienen el protagonismo de Romanones.
La foto corresponde a un fotograma de 1926 de una película titulada La malcasada. El anfitrión de la comida era don Natalio Rivas (1865-1958), que acostumbraba a invitar a su domicilio a personalidades relevantes de la época. Que la verdad no estropee la intención de los comisarios redactores del pie de foto.
Esa foto circula en las redes como una demostración de la camaradería de Romanones con Franco. Falso. Pero es inútil. La leyenda urbana con fundamento de época, o simplemente inventada posteriormente, es indestructible si prende. A eso se dedican numerosos divulgadores y periodistas españoles.