Una de las razones por las que el terrorismo de ETA resulta más ominoso, y puede y debe exigírseles a quienes desde sus postulados ideológicos se presentan como hoy como demócratas una retractación y una repulsa inequívocas y explícitas, estriba en el hecho de que a lo largo de sus cinco décadas de actividad causaron deliberadamente la muerte de más de una docena de niños. Tan consciente es la izquierda abertzale de lo inviable de justificar tal derroche de violencia contra los más indefensos que prefiere que esos hechos no se recuerden, que los aniversarios pasen de puntillas y no se los confronte así con el oprobio.
Por motivos análogos, el nacionalismo catalán ve temblar en estos días los cimientos de su tótem identitario de la inmersión lingüística, y por eso cae en el frenesí de la sobrerreacción. Lo que el incidente de la escuela de Canet de Mar ha desvelado es que la ideología que gobierna hoy a los catalanes no tiene reparo en sacrificar las necesidades y la protección de un niño a los postulados dogmáticos por los que ha convertido una lengua en herramienta de un proyecto de reingeniería social, para menguar la presencia de lo español y asentar el nacionalismo separatista como rasgo esencial e innegociable de la identidad catalana.
Y es que es muy difícil defender, ante cualquiera provisto de sentido común y de un mínimo de sensibilidad, que intereses abstractos vinculados a algo tan intangible como una ideología o una aspiración nacional pasen por encima, apisonándolos, de los derechos, la seguridad y el amparo debidos a un menor.
Pese a todo, los más airados postulantes del holocausto de la familia díscola de Canet de Mar han encontrado su argumento exculpatorio. En su virtud, logran transferir toda la carga de responsabilidad a los padres que pensaron que podían acudir a la justicia a pedir, de buenas maneras, algo tan modesto como que su hijo recibiera la cuarta parte de las horas lectivas en un idioma que consideran el suyo y que es además oficial en el país donde viven. Han venido a afearles, en fin, que en lugar de callar y otorgar ante lo que había, hayan expuesto a su criatura.
El argumento nos suena. También lo utilizó la propia ETA, y lo recogió con mayor o menor claridad alguno de sus apologetas de Batasuna y sucesoras, para sacudirse en el momento el peso moral de la muerte deliberada y cruel de niños inocentes. Todo era culpa de sus padres, objetivos primarios de los atentados, que los utilizaban como escudos humanos, llegaron a decir. No está de más recordar que la mayoría de esos niños murieron donde tenían el hogar familiar, de lo que cabe deducir que ETA y sus palmeros consideraban que cualquiera a quien pusieran en su punto de mira perdía el derecho a convivir con los suyos.
Es justo y seguramente necesario denunciar la actitud y la falta de escrúpulos de quienes llegan con esta soltura a la bajeza de sacrificar, por lo que sea, la vida o el bienestar de un niño. Lo que ya resulta más cuestionable es que en ese ejercicio se caiga en lo mismo que se está censurando, esto es, en anteponer, a los intereses, la intimidad y la protección de esas personas que aún no han alcanzado la madurez ni la capacidad de valerse por sí mismas, la ganancia que se calcula que puede rebañarse a cuenta de los abusos o atropellos de que han sido objeto.
Ahí es donde se ha equivocado, y gravemente, el líder de la oposición, Pablo Casado, con su ya consabida retahíla semanal en la sesión de control al Gobierno. Mezclar en esta ocasión, sin orden ni concierto, todos los desafueros que ha podido acopiar y que tienen como víctimas a menores sonó más a utilización de esos menores que a defensa cabal y eficiente de sus derechos. Los niños tampoco están para servir de munición a quien aspira a desplazar al Gobierno, cuando no se le ocurre algo mejor.