Al recordar las navidades de este 2021, muchos se verán en compañía del más indeseable de los invitados: el virus mutante que se las ha arreglado para volver a marcarnos el paso cuando muchos lo daban ya por doblegado y empezaban a cantar victoria. Los primeros, nuestros gobernantes, que, después de especular con conceptos tan manifiestamente sobrevalorados como la tan traída y llevada inmunidad de grupo, lo habían fiado todo al ejemplar compromiso con la vacuna de la población española.
Es verdad que hemos batido récords y causado el asombro del mundo desarrollado, donde ya pagan hasta cien dólares para que los muchos ciudadanos remisos a inmunizarse se pasen a recibir su dosis; pero eso no ha impedido que nos sacuda una sexta ola, justo para tomárnosla con el turrón. Y no porque las vacunas no sirvan para nada, como a la desesperada se afanan en alegar quienes se niegan a ponérselas; sino porque basta con tener tres millones de personas susceptibles entre la población diana, más todos aquellos a los que aún no les había llegado por razón de edad, para que el virus tenga donde pastar a placer.
A ese flanco débil, que no podía sino dar la cara en cuanto bajaran las temperaturas y se hiciera más vida en interiores, se le ha sumado la variante ómicron. O lo que es lo mismo: la tan vaticinada mutación de alta eficiencia infectiva que según los expertos se acabaría produciendo si le seguíamos dando al virus tantas ocasiones de proliferar y afinar sus herramientas. Lo hace por el método del error aleatorio: tosco, sí, pero efectivo cuando a muchos millones de personas no ha llegado la vacunación.
Cabe preguntarse si casi dos años después del comienzo de la pandemia la humanidad, en su conjunto, no ha tenido tiempo de desarrollar las capacidades necesarias, en lo que toca a la producción de vacunas, para suministrárselas a todos los que pueden enfermar y transmitir el virus, y que mal que nos pese somos todos los especímenes vivos de Homo sapiens sapiens.
Y sin embargo, es forzoso reconocer que ni aún en ese caso dejaríamos de tener a estas alturas de la pandemia cientos de millones de personas no vacunadas, por una variada panoplia de motivos que van desde el recelo más o menos racional hasta la extendida tendencia a creer a los profetas más estrafalarios, con tal de no rendirse a las evidencias sencillas que suministran la lógica y el sentido común. Sin olvidar la pereza, la conveniencia y demás coartadas insolventes de las conductas humanas.
Así que quizá era inevitable esto, que la segunda Navidad pandémica Papá Noel nos trajera un bicho hecho a la medida de nuestras flaquezas e inconsistencias, para que terminemos de apurar las posibilidades que una infección masiva nos ofrece. Desde la frustración y la soledad hasta el desconcierto, que con tanta eficacia han fomentado, hasta la mismísima Nochebuena, los superados y desautorizados líderes que nos pastorean.
Lo de menos es que nos hagan llevar por decreto mascarilla por la calle, precaución que la inmensa mayoría de nosotros ya aplicábamos, y que produce cierto rubor ver cómo es objeto de una repulsa tan furiosa como sobreactuada. Lo significativo es que a estas alturas ya todos sabemos que sólo podemos confiar en las precauciones que cada uno sea capaz de tomar por sí mismo, para autoprotegerse y proteger al resto; y si el contagio viene mal dado, en esa gente que sigue cubriendo la trinchera en los ambulatorios, las urgencias hospitalarias y las unidades de cuidados intensivos. Como hace veintiún meses, con la ventaja de que ómicron mata menos, y menos aún al que se vacunó.
Sorprende, en ese contexto, la torpeza que se ha permitido la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, cargando contra ellos. Toda estrella alcanza el punto en que empieza a declinar.