Ahora sí que estamos en el Far West, como decía Iñaki Uriarte: silban las balas. Nunca había ido a una cena de Nochebuena con semejante sensación de fatalidad. Llegaban noticias continuas de conocidos contagiados. Era como si se hubiera estado pasando la metralleta. Salir bien librado era cosa como de contorsionista, capaz de colarse por los intersticios. Pero un contorsionista de chiripa, porque ni siquiera se sabe por dónde cruzan las balas.
Media familia estaba en confinamiento preventivo, en su casa. La otra media cenamos con el balcón abierto al frío de diciembre. Nos abrigamos bien, como en un pícnic polar. Yo me había puesto un forro y el gorro de lana que tenía de Madrid. "Pareces un lobo de mar", dijo mi hermana. Y me comía los gambones como si estuviese en cubierta. Una vez en faena, el peligro parecía atenuado. Pero aún queda la cena de Nochevieja. Y una catacumba y un cenáculo con amigos en terrazas, y un viajecillo a Sevilla para ver la nueva exposición de Gómez Losada.
Es interesante, porque la tendencia es a esconderse. Algo que hago, por otra parte, el resto del tiempo: quedarme leyendo, aislado. Lo interesante es la fuerza gravitatoria de los dos compromisos clave: las cenas de Nochebuena y Nochevieja. Es como ir a la batalla del Somme, sin ganas pero por mandato superior. En este caso, el mandato superior es el de la costumbre. Costumbre hecha sustancia, después de toda la vida. Se ha segregado una suerte de tejido inevitable. Silban las balas, pero hay que ir.
Y les habla un misántropo, un ermitaño. Poco familiar, de hecho. Pero en la vida misantrópica, qué importantes son las estructuras que nos acogen. Basta, en realidad, con que nos hayan concedido la condición de raro. Ganada a pulso, por otra parte. Pero ahí estaba yo, hoplita navideño: dirigiéndome al champán con las balas silbando.
Me acordé del alivio de hace seis meses, otra vana ilusión. La liberación de las mascarillas coincidió con mi primer viaje a Madrid en un año. Al bajar del Ave en Atocha me quité la mía, subí por Santa Isabel y atravesé el centro hasta la plaza de Oriente, donde estaba mi hotelito rococó. Era una mañana de finales de junio tan feliz, con sol, vida en las calles y el descanso de haberlo dejado todo atrás... Pero ha vuelto la plasta, el pegajoso virus.
Es una guerra de desgaste, como la de las trincheras. No hay que proyectar, sino resistir poco a poco. Sin dejar de anhelar días futuros como los de la última canción del último disco de Caetano Veloso (es mi felicitación navideña): "Y veo y pido / días de otros colores / alegrías / para mí / para mi amor / y mis amores".