Decía en una entrevista Jorge Buxadé que estuvo en Roma, que no se veían McDonald’s y que menuda envidia. Que a él no le gusta ver esas enormes M de McDonald’s por todos lados y que ya dijo Donald Trump que el futuro será nacionalista.
Buxadé cita a Trump y dicen que se parece a Éric Zemmour, pero la coincidencia divertida, significativa quizás, es con Arnaldo Otegi, que en aquella vieja película llamada La pelota vasca decía que el día que en el País Vasco se coma en hamburgueserías y se escuche música americana y se vista a la moda americana y se hable inglés en vez de euskera y en vez de estar contemplando los montes se esté funcionando con internet… ese día, para nosotros, será un mundo tan aburrido que no merecerá la pena.
Así se define un programa político. Un programa como de antes, como de resistencia a la llegada del fin de la historia y demás, en el que no cabe entrar ahora, pero que tiende, claramente, a la nostalgia de una supuestamente apacible y casi premoderna vida en la Comarca (por lo de El señor de los anillos, digo).
Quizá sea este el nacionalismo de Buxadé, pero no es el de Trump, por mucho que le tomen prestado el lema y la nostalgia. Y, seguramente, tampoco el de Zemmour. Trump dijo, dice y dirá cuantas veces quiera que el futuro es nacionalista, pero su nacionalismo es, inevitablemente todavía, y quizás a su más sincero pesar, un imperialismo. No es precisamente el exceso de McDonald’s en América y por el mundo lo que preocupa a un Trump que, según cuentan, viajaba con un cargamento de Big Mac’s a cuestas donde fuera que el Air Force One le llevase.
El nacionalista de Schrödinger que es y que no es Buxadé es más y menos parecido al nacionalismo de Zemmour. Pero Zemmour es un tipo que rechaza las ayudas británicas para controlar la inmigración porque Francia no es un país del tercer mundo, dice. Está por ver que Vox vaya a hacer lo propio, y más rechazando ayudas europeas que son sobornos y haciendo de España un país menos dependiente, más libre y soberano por lo tanto, de estas ayudas. Por nacionalismo o por patriotismo, qué más dará el nombre.
Zemmour vive en un país que cree que compite con Estados Unidos y que hizo suyas las hamburgueserías con esa especie de parodia de McDonald’s a la que llamaron Quick y que si hay justicia en el mundo supongo que habrá cerrado ya y que, si no la hay, demuestra al mismo tiempo la fuerza y los límites del patriotismo banal. Comeremos como sucios americanos, pero le pondremos un nombre chic francés. Mientras París y Francia entera sigue llena de crêperies de la más diversa calidad y autenticidad para goce de turistas y, supongo yo, autóctonos.
Aquí hay un nacionalismo que España podría hacer suyo y que de hecho ya está haciendo suyo y que consistiría en llenar los centros de sus ciudades de Enriques Tomases. Eso es en realidad lo que ve el joven americano que pasea por ejemplo por el centro de Barcelona. Jamón everywhere! Eso, y que aquí tenemos los McDonald’s más limpios y sanos del mundo.
Esta podría ser una fuente del orgullo patrio alimentario, que reclamaba Buxadé, compatible con la globalización. Pero supongo que no con eso a lo que llaman globalismo de esos a los que llaman cosmopaletos y que ponen los supuestos intereses globales por encima de los nacionales. Los intereses de la humanidad entera, y por lo tanto futura, por encima de los ciudadanos aquí presentes.
Son esos de quienes siempre se ha dicho que si van por el mundo hablando mal de España es que son españoles. Y a lo mejor incluso ministros de España, como Alberto Garzón. Y que ahora no lo hacen como hacían, por el vicio de ser españoles, sino por la virtud de ser cosmopolitas. No se trata de hablar mal de la carne española por alguna especie de sofisticado freudianismo nacional, sino de dejar muy claro que aquí estamos a otra cosa. Que la política no consiste ya en defender los intereses de los ciudadanos españoles, los intereses nacionales incluso, sino de reeducarlos para que se sacrifiquen a gusto por el bien de Gaya, esta nuestra nueva diosa.
De ahí la obsesión del ministro con que dejemos de comer tanta carne, porque este es un proyecto coherente y cohesionador que lo vincula todo y lo dirige hacia el bien. Por un lado, por aquello de los pedos de las vacas y la contaminación. Y por el otro, por algo que ya veía Nietzsche y que es que el consumo de carne roja es cosa de machirulos y, por lo tanto, motivo más que sobrado de preocupación y susto para el hombre deconstruido y sus ministerios más diversos.
No se puede tener todo, hay que elegir, y la izquierda ha elegido lo que suele, que es el dirigir a la sociedad hacia una arcadia feliz mientras la desprecia y la empobrece. Mientras confíen en que Europa nos subvencione el tránsito, de nuestra necesidad harán su virtud y de nuestra débil constitución vegetariana su fortaleza. Queda por ver si contra este proyecto el nacionalismo de Schrödinger tiene realmente algo más que ofrecer que la nostalgia por un pasado que ni fue ni volverá.